Es medio día, de una tarde como cualquiera acá, en este pequeño espacio y la rutina de no tener rutina se ve interrumpida por la petición de movernos a dónde alguien precisa atención en ese momento, pues uno de sus familiares a perdido la pena y el miedo para venir hasta aquí, caminando bajo el sol a pedir ayuda. Es extraño movernos y adentrarse en las periferias, entre ese montón de casas que se observan como a la distancia, que se sienten tan cerca y a la vez tan lejos, como todo en este paraíso desigual; al llegar, nos reciben dos viejas conocidas de los nadies: la oscuridad y la muerte. Porque ahí, postrada en cama se encuentra una mujer en su otoño, cuyo cuerpo evidencia el paso de los años, su piel morena es testigo del cansancio y jornadas bajo el sol y sus ojos no ven más, sus labios no pronuncian palabras ante la necesidad por respirar… en esa cama queda el esbozo de quien antes fuera una mujer con vida, sueños, anhelos, planes y esperanza.

Una imagen que duele pero es más normal de lo que uno quisiera, una historia más entre el montón que espero tener acumuladas al final del camino; un momento, un barrio, una familia, una persona cuyo nombre ni siquiera tuve tiempo (como por excusarme de mi desatención) como tantas que pasan desapercibidas, que no son más que estadísticas o datos. Historias que se desdibujan entre polvo y lluvia, entre drenajes a flor de tierra y tardes de futbol bajo un radiante sol o una lluvia inclemente; historias de amor, olvido, abandono, dolor, tristeza, miedo, soledad, felicidad, respeto, camaradería, sororidad, lucha y sobre todo, esperanza. Historias de gente, gente que se hace historias, gente que podríamos definir de la misma forma que Eduardo Galeano, al hablar de los nadies:

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte que llueva a cantaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba

Los nadies, los hijos de nadie, los dueños de nada

Los nadies, los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos

Que no son, aunque sean

Que no hablan idiomas, sino dialectos

Que no profesan religiones, sino supersticiones

Que no hacen arte, sino artesanías

Que no practican cultura, sino folklore

Que no son seres humanos, sino recursos humanos

Que no tienen cara, sino brazos

Que no tienen nombre, sino numero

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

 

Los nadies, que abundan en este paraíso desigual que lleva por nombre Guatemala, guardan en si mismos, algo que muchos de nosotros perdemos fácilmente, a veces ante la más pequeña de las dificultades: la esperanza.

Ese entrañable y trillado sentimiento a más no poder, pero sin duda con mil significados diferentes para cada uno de nosotros, de acuerdo a nuestra historia, derrotas, victorias y sobre todo anhelos; aunque quizá la forma mas bella de entenderla es a través de las palabras de Jyn Erso, dirigiéndose al consejo rebelde: “Las rebeliones se construyen desde la esperanza” ¿De que otra forma podríamos construir, demoles y reconstruir este país si no fuese desde la esperanza, el afecto, la ternura y la empatía? En un país tan roto, tan violento y dañado como el nuestro, es quizá la única forma que nos quede para hacer algo, aunque esto suene romántico e idealista en demasía; pero, contra años de violencia estructural, exclusión, manipulación, mentiras y miedo ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Nada, más que apostar siempre por todos los  actos, posturas, opiniones, propuestas y trabajos que pueden marcar la diferencia; creer en lo que podamos hacer por y para los demás, desde lo que somos, sabemos, creemos y amamos. Aun cuando parezca que ser, saber y amar en este paraíso desigual es un privilegio para unos pocos, excepto la oportunidad de creer (en la medida de lo posible) en una deidad, un discurso, un líder o si somos en verdad valientes, en nosotros mismos.

De ahí es donde debe nacer la esperanza y de esta, la rebelión con la cual estamos dispuestos a cambiar todo lo que está sucediendo, que nos aqueja, duele, cansa y divide; como hoy lo hacen individuos que luchan contra la violencia estructural, el miedo y la violencia desde proyectos y/o reductos que dignifican a las personas, las hacen sentir valiosas, queridas, amadas y dignas de una vida distinta. Aunque dejando de lado los ideales, formalismos y discursos románticos del caso, hay que decir que mantener la esperanza viva en este país tiene un costo demasiado alto; un paraíso tan desigual que tiene gente comiendo de la basura, niñez envuelta en espirales de violencia, adolescentes en abandono y jóvenes sin oportunidades, termina por desgastarlo a uno y robándole casi todo lo que lleva en el corazón

Por eso creo que espacios y personas son lo que nos hace falta, lo que necesitamos por montones para poder rebelarnos contra el dolor, la miseria y la soledad que acongoja a los pequeños, a los excluidos, a los nadie de esta tierra; lugares como la Ciudad de la Esperanza, Los Patojos o Pennat, que llevan ya años confrontando la violencia estructural desde la empatía, respeto, arte, cultura, ciencia, protesta, atenta escucha, sueños y anhelos que de a pocos van devolviendo la esperanza a los niños, a las niñas, a sus padres, hermanos, a sus comunidades en general.

Mientras pienso en todo eso, regreso de golpe a la realidad y me hallo de nuevo con la oscuridad y la muerte, que han abordado la misma ambulancia que la mujer a quien tratamos de salvar; pero es la dama muerte quien con un beso la despide de este mundo y pone fin a su sufrimiento… no sobrevive, no soportará más. Su corazón late por última vez en las puertas del hospital y abandona este mundo, quién sabe si en paz o feliz, pero sin duda de forma inesperada; en medio de la incertidumbre hay poco tiempo para pensar lo que ha sucedido, afuera su familia la llora, en la sala de emergencia los doctores vuelven a su rutina, las funerarias no se amontonan para ofrecer sus servicios, porque es pobre y habría que donarle hasta el ataúd… ni siquiera morir es igual para todos en este país.

Una batalla perdida, de tantas por librar o incluso perder, que hace cuestionar todo el discurso y los ideales pero, tras secar las lagrimas y enjuagar el rostro, es momento de seguir con todos los pendientes, no sin antes comprender que aunque duela, no podemos salvar a todo el mundo pero hay que hacer todo lo que podemos por salvar a todos los que podamos, porque así, nos rebelamos contra un sistema que excluye, mata y divide; así nos convertiremos en los rebeldes de la esperanza.

 

“No es por perezoso que alguien es pobre, no es por la falta de ambición o la falta de inteligencia, es porque les hace falta cosas que nosotros damos por sentadas todos los días”. Chris Temple

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