Rubí/
Nací el día de Navidad y soy la mayor de una familia de seis hijos. Durante los seis primeros años de vida, fui hija única y me sentí querida, pero solo “si hacia las cosas bien”. Era tímida y tenía ansias por complacer a los demás.
Mi madre es hija de un alcohólico pero aún hoy, le resta la importancia a la enfermedad del abuelo. Con expresiones de tipo: “¿Cómo crees que sea posible?” “¡El abuelo es incapaz!” o “el abuelo jamás se emborracha, sólo está mareado”. Teníamos mucho contacto con el abuelo y la abuela.
A veces el abuelo se orinaba en los pantalones y mi mamá decía que era porque estaba enfermo. Nunca había escuchado que alguien se enfermara de esa manera y tan seguido. Pero en realidad lo que me causaba resentimiento, era la abuela gruñona y malhumorada.
Mi madre no bebía pero creo que trabajaba demasiado. No tenía tiempo para atenderme. A los seis años me pidieron hacerme cargo de mi primer hermanito. Luego del resto.
A los 14 años me sentía como una madre de cinco hijos. Me molestaba pero como deseaba complacer a todo el mundo, no decía nada.
Una noche vi a mi padre persiguiendo a mi madre por toda la casa. A la mañana siguiente ella tenía un ojo amoratado y él parecía muy arrepentido. Culpe a mi madre por este incidente. Al igual que ella negaba la existencia de su alcoholismo, como ella lo había hecho con su padre.
Crecí, me mudé a la capital a vivir con un hermano de mi mamá, mi tío, su esposa y sus hijos que todos ellos eran más pequeños que yo. Y ¿A que no adivinan qué fue lo que sucedió? Sí así es, de vuelta nuevamente a la maternidad forzada.
Mis idas a la U eran mi escape. Allí pasaba tiempo con mis nuevas y muy pocas amistades. Fue una época donde yo me sentía muy bien. A los pocos meses, conocí al “amor de mi vida”. Cuando entró al salón de clases, sentí que mi corazón latía mucho más fuerte. Pasaron pocos días para que el universo confabulara para nuestro encuentro; pronto me encontré teniendo una amena conversación y una invitación al cine.
A los pocos meses todo aquello se había convertido en una pesadilla.
Mi novio bebía descontroladamente. Se presentaba ebrio a mi salón de clases y yo salía para calmarlo, tratando de que las autoridades no se dieran cuenta pues lo echarían para siempre de la U y yo no quería eso. Y aún no había sucedido lo peor.
Una vez en estado de ebriedad, abusó sexualmente de mí utilizando la fuerza y la manipulación. Me sentía totalmente destrozada e indefensa como había sucedido en mis años de la infancia. Al pasar unos días, recordé que anteriormente había sido abusada por mi papá en estado de ebriedad.
Con el corazón partido y un dolor enorme, llegué a mi casa y traté de controlar mi llanto. Fue imposible. Logré dormir pocas horas y luego nuevamente de camino a clases. Sentía como si de pronto mi alma hubiera abandonado mi cuerpo. Estaba tan triste que una de mis amigas se dio cuenta de mi dolor y preguntó que me sucedía. Le compartí el incidente y me recomendó Al-Anon. Ella estaba segura de lo mucho que podía ayudarme.
Lo hice, al principio sentía que no era mi lugar. Al escuchar a las demás personas me fui dando cuenta que mis problemas eran iguales al de esas personas. Me animaron a dar un Primer Paso, el más difícil pero el más gratificante:
Admitimos que éramos incapaces de afrontar solos el
alcohol, y que nuestra vida se había vuelto ingobernable.
Era incapaz ante el alcohol y no todo era culpa mía. Desde mi niñez había estado culpándome, reprimiéndome y complaciendo a todos sin tener conciencia de ello. Me sugirieron que siguiera asistiendo, continúo haciéndolo.
A través de un minucioso y sincero examen de mí misma, he ido encontrando algunas respuestas de cómo la enfermedad del alcoholismo me afectó y afectó a toda la familia.
Estoy a punto de cerrar la carrera y no he vuelto a ver a mi ex. Aún sigo sintiendo dolor cuando recuerdo estos abusos producto de personas seriamente enfermas pero trabajo en ello gracias al programa de Al-Anon.