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Karen Molina/ Opinión/

 El sistema patriarcal predominante en nuestras sociedades, ha determinado la manera en que se asignan los roles sociales a mujeres y hombres, con cuerpos anatómicamente diferenciados, colocando a las mujeres en posiciones de subordinadas o dominadas y a los hombres en posiciones privilegiadas y dominantes.

Pero, ¿Es verdad que a los hombres les toca la mejor parte en este sistema patriarcal y machista?

Las características asignadas a los seres humanos -según el sexo que se posea-, están marcadas por la obligatoriedad de “Ser Mujer” o “Ser Hombre” y son diferentes para cada quien. Esas diferencias se convierten en parte esencial del discurso cultural hegemónico, basado en estructuras binarias que se manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal.

 Mientras a “Las Mujeres” nos obligan a ser dependientes, débiles, objetos sexuales, cobardes, lloronas, fieles, chismosas, sentimentales, románticas, madres y amas de casa; a los hombres se les obliga a ser los proveedores, fuertes, dominantes, violentos, a no llorar, a ser infieles, bebedores, a no expresar sentimientos, a una paternidad irresponsable, a no hacer oficios domésticos y a ser sujetos exitosos.

Otros estereotipos de género se manifiestan en la manera en que mujeres y hombres viven la sexualidad. “La promiscuidad” es vista en los hombres de forma positiva, mientras que en una mujer ésta es vista de forma negativa. Mientras que el hombre es calificado como un “conquistador,” un “Don Juan”, un “seductor”, todo un “macho”; a la mujer se le califica de “mujer mala”, “zorra”, fácil y “puta”. Todos estos estereotipos se encuentran cargados de misoginia, que es el odio, desprecio y rechazo hacia “lo femenino” o a las mujeres.

 Desde la infancia, los hombres aprenden en la esfera familiar y posteriormente en la escolar, comunitaria, en todos los espacios de socialización, esos roles de género.

 En sus primeros juegos infantiles van formando una asociación e inclusive un condicionamiento de “La Masculinidad” a los comportamientos violentos, intransigentes y abusivos, que generalmente han sido observados en el ámbito familiar con el propio padre.

 En el ámbito escolar y/o comunitario se reafirma la vinculación entre masculinidad y violencia, cuando los niños se convocan unos a otros a pelear para mostrar “que son hombres” o por el contrario cuando se castiga con burlas, desprecios, aislamiento o con la violencia misma al niño que se niega a participar en peleas o enfrentamientos con sus pares. La educación patriarcal empuja también a muchos adolescentes, presionados por sus padres, padrastros, tíos u otros jóvenes a iniciar su vida sexual en prostíbulos o con trabajadoras sexuales, bajo la creencia de que así “probarán su virilidad” o se “harán hombres”.

 Por otra parte, debido a la represión emocional que se ejerce sobre los hombres, muchas veces éstos solo son capaces de hablar de sus problemas y sentimientos, de abrazar a otros hombres sin sentirse rechazados o acusados de débiles, cobardes o “afeminados”, bajo los efectos del alcohol, drogas o estupefacientes. De igual manera, muchos hombres consideran que manejar rápida y agresivamente es signo de “masculinidad”, lo cual es enfatizado por la publicidad y los medios de comunicación.

Esta sociedad patriarcal también discrimina a aquellos hombres que “se parecen” a las mujeres, sea por los roles que desempeñan, gustos u orientaciones sexuales. Estas actitudes son manifestaciones de la violencia homofóbica, es decir, la aversión, odio, miedo, prejuicio o discriminación hacia hombres homosexuales, lesbianas, bisexuales, transgéneros, transexuales, travestis, intersexuales y todas aquellas personas que eligen un erotismo diferente a  la heterosexualidad obligatoria.

Sin embargo, todos esos comportamientos, actitudes, creencias y significados han sido construidos e impuestos culturalmente, por lo que pueden transformarse. Creo que es necesario que los hombres también empiecen a reflexionar sobre la opresión que ejerce contra ellos la cultura patriarcal e iniciar el camino hacia la libertad, repensando sus prácticas y creencias sobre una masculinidad indisolublemente asociada a roles machistas.

 ¿Realmente quieren los hombres morir como hombres?

 Deberíamos apostarle a la formación de niños, adolescentes e inclusive adultos sobre una masculinidad distanciada de las concepciones machistas tradicionales, para que tanto mujeres como hombres nos liberemos de esa obligatoriedad que recae sobre nuestros cuerpos.

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