“Ningún proyecto de iglesia, social o político puede construirse al margen de los jóvenes” –
Monseñor Ulloa

¿Qué es ser joven? ¿Cuál es la edad para considerarse a si mismo “joven”? ¿En qué parte de nuestra vida se nos empieza a considerar adultos? Preguntas que no solemos hacernos entre nuestro cotidiano vivir, no son esas cosas que se nos atraviesen por la cabeza muy recurrentemente, digo, vamos por la vida viviendo cada una de nuestras etapas, haciendo todo lo que podemos sin pensar mucho en lo que fue o lo que podrá ser; entre todas, quizá la infancia es la que más se atesora y la juventud la que (podríamos suponer) más se disfruta. Aunque esto no es un estándar en nuestro paraíso desigual, con altos índices de trabajo infantil, deserción escolar, pandillas juveniles, desempleo, limitado acceso a educación de calidad, drogas, violencia estructural, desnutrición infantil y tantos otros factores; ser niño, adolescente y joven es un lujo que no todos tienen en este país, si naces mujer, la posibilidad de vivir cada etapa de tu vida plenamente es sumamente escasa.

¿Y si naces pobre? ¿Y si creces en un barrio marginal de una zona roja? ¿Y si te toca ser parte del área rural del país? ¿Y si tenés la osadía de ser vos mismo?

“No sentir rabia es un privilegio”, rezaba uno de los muchos carteles que vi durante las jornadas de protestas en el cono sur, podríamos hacer para nuestro país también uno que diga: “Ser joven es un privilegio” y de esos privilegios que no alcanzan para todos, que solo unos pocos disfrutan, viven y tienen, algo así como la educación universitaria, condiciones laborales dignas, un plato de comida sobre tu mesa o contar con una familia que te ame. Ya cuando lo piensas sin el sesgo de los estereotipos y el constante bombardeo de ideas, te das cuenta de que nos falta mucho, que estamos en deuda con la juventud; y me refiero no solo a los jóvenes de hoy, sino a los de ayer y los que vendrán, no somos un lugar seguro para crecer, desarrollarse, estudiar, hallar un propósito, cuestionarse, trabajar, aprender, equivocarse, soñar y emprender.

No solo somos un lugar carente de las condiciones necesarias para todo lo que ser joven implica, sino que tenemos una sociedad construida en el adulto centrismo; un pensamiento dañino, casi místico mágico, que raya en el absurdo y la imperiosa necesidad de tener la razón a cualquier costo. ¿Cómo esperan que nos involucremos si todas las oportunidades están tomadas? ¿Qué liderazgo se puede formar en espacios cooptados por compadrazgos y parafernalia? ¿De donde van a surgir pensadores críticos, agentes de cambio o forjadores de ideas si nunca se les da la oportunidad de aprender, proponer, ejecutar y/o corregir?

¿Ya van viendo que tan jodidos estamos? Demasiado a mi parecer, tanto que nos desanima, nos cansa y aleja de las cosas que verdaderamente necesitan nuestra atención; porque mientras el mundo arde y todo se va a la mierda, estamos tan desanimados que cualquier cosa en las redes sociales nos distrae y atrapa por completo. Vivimos y crecemos en un mundo de Facebook e Instagram, donde somos buenos para ponerle filtro a las cosas o compartir cualquier cosa que nos “divierte”, tenemos Twitter para sentir que somos escritores o pensadores, Tinder si nos sentimos solos y con necesidad de afecto o placer; nos hemos vuelto expertos en mostrarle a los demás que la vida es asombrosa, que sabemos de que van los problemas y que todo lo podemos, que somos felices. Todos sonamos fuertes y tranquilos, como si lo tuviéramos todo resuelto y en su lugar, pero la realidad es que ni somos fuertes, ni estamos tranquilos, ni tenemos todo resuelto.

¿Qué hacer con este complejo y absurdo desastre que tenemos enfrente? Involucrarnos, dejar de andar “balconeando la vida” y meternos de lleno en ella, ser protagonistas, reconocer que no lo sabemos todo, pero queremos aprender tanto como podamos, usar nuestros talentos y oportunidades para construir un mundo mejor, si no un mundo, quizá una iglesia, escuela, universidad, familia o ciudad mejor, donde quepamos todos, donde se nos permita ser jóvenes, donde se escuche y valore la opinión de todas las personas. Aunque eso suena a tarea de proporciones titánicas en este país tan machista, clasista, adultocréntrico y racista que sostiene (en gran medida) estas actitudes a través de prácticas rutinarias y el desinterés de nuestra generación, de la que estuvo antes y de la que viene.

En lo personal, me resulta complejo pensar que podemos construir espacios por, para y con la juventud, porque desde mi experiencia, la voz y propuesta del joven siempre es minimizada, ninguneada o ridiculizada; la mayoría de las instituciones religiosas, educativas o gubernamentales ama decir que se preocupa por la juventud, pero nunca los ve como sujetos con criterio, pensamiento o capacidad sino como objetos necesitados de compasión. Y tampoco es como que nosotros ayudemos mucho, cuando hay espacios (como esta revista) no todos tomamos el compromiso con la seriedad y responsabilidad del caso; quienes tenemos acceso a mejores oportunidades, terminamos (al parecer) por acomodarnos en lo que se nos ha dado y olvidamos que, si esas oportunidades que yo tengo no las tienen los demás, entonces lo que tengo es un privilegio.

No deberíamos permitir que se siga construyendo este país, con su academia, iglesia, industria, institucionalidad y proyectos al margen de la juventud, es decir toda la juventud: la de los pueblos, las periferias, las mujeres, la LGBTIQ, la migrante, la pobre y la marginal… no deberíamos, y sin embargo, es lo que estamos haciendo.

 

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