Carlos Andrés Reyes / estudiante de la Universidad del Valle de Guatemala/
Hoy fue un día fatídico. En la vida de un universitario siempre los hay, pero el que sean parte de la rutina no implica que sean más tolerables. De hecho, son días como estos en los que los futuros desertores se declaran como tales, motivados por la insoportable carga de tener que rendir a un ritmo específico y alcanzar un promedio. Son días como estos en los que esa meta que uno se propone al principio de los días de estudiante se mira más lejana que nunca. Son estos días en los que uno se tiene que hacer la pregunta obligatoria: ¿todo esto por un estúpido cartón? Pero viene la tarde, luego la noche.
Hay tareas acumuladas; el tiempo nunca, pero nunca apremia. Hay que seguir dándole.
Los humanos tendemos a normalizar las situaciones, bien dicen que a todo se acostumbra uno. Por más molesto que pueda resultar algo, si se repite con cierta frecuencia terminamos por aceptarlo e incluso bendecirlo. Algo así ocurre con estos días. Nos vienen de tanto en tanto y sabemos que pasarán, que son la parte desagradable de estar en la universidad y hay que hacerle ganas. Yo propongo algo, que por un día asimilemos toda esa rabia, toda esa frustración y esa desgana y nos preguntemos ¿es necesario tanto? Al final de los días, no es mentira aquello del estúpido cartón. Estamos en una batalla constante de esfuerzo y lucha, que además es particularmente larga (cinco años, cuando menos) para merecer que nos digan licenciado, y poder optar a los mejores trabajos o las mejores becas. Claro, nos enseñaron que nada es fácil, que lo bueno cuesta y que en la vida se sufre.
Pero estos días podrían tener una función mejor que solo recordarnos lo dura que es la vida; estos días deberían servir para cuestionar el sistema al que aceptamos someter nuestro talento. Nunca está de más preguntarse por qué en Guatemala hacen falta 5 eternos años para obtener un título universitario y en otros países no hagan falta más de 3; siendo los egresados de estas universidades mejor calificados que nosotros.
Nunca está de más preguntarse quiénes y bajo qué criterios están determinando quién es digno de graduarse y quién no.
Las tesis, esos requisitos burocráticos que están muy lejos de cumplir su propósito de ser la producción investigativa de las universidades. El encanto del conocimiento y la ciencia, en esos días, se diluyen y toman la apariencia de un inmenso trámite. Y es evidente que este trámite no sirve para elevar la calidad humana de quienes lo agotan; muchos de nuestros políticos corruptos más ilustres también fueron egresados de nuestras gloriosas facultades, y esto no los inhibió para dejar de hacer fechorías. Así, también existen personajes de una calidad humana resaltable que fueron disidentes del sistema de educación superior. Entonces uno no debe dejar de preguntarse mil veces ¿por qué?
Uno de los discursos más destructivos que permeó a nuestra generación fue el “pensamiento positivo”. ¿Recuerdan toda esa retórica que flotaba en el ambiente y nos forzaba a todos a dejar de quejarnos y hacer caso omiso de los pensamientos negativos que naturalmente invaden nuestra conciencia de vez en cuando?
“El Universo conspirará para que todo lo que deseas se cumpla” nos dijo Coelho en aquel librucho, basándose en alguna extraña ley física, hasta la fecha desconocida. Ahora creemos que debemos abstenernos de pensamientos feos que nos alejen de nuestra meta; de tenerlos, el Universo conspirará en contra de nosotros. Así todos nuestros fracasos serán nuestra culpa, y el entorno y las circunstancias no tienen vela en este entierro. Bajo esta lógica, la mitad de los niños de Guatemala tienen la culpa de su condición de desnutridos; es porque no han pensado en comida con la suficiente intensidad. Suena tonto, pero así ocurre en la mente de muchos.
Con esta retórica nos neutralizaron de la capacidad natural de cuestionar, pues esta implica permitirnos ver con malos ojos las cosas; asimilar que existe algo incorrecto en el sistema y que puede que la frustración y la ansiedad crónica con la que estamos acostumbrados a vivir no sea totalmente nuestra culpa.
¿Por qué preferimos padecer un mal externo, antes de detectarlo y resolverlo?
A alguien le conviene que pagués 5 años de matrículas; a alguien le conviene que no salgás completamente preparado de la universidad; le conviene que te contaminés el espíritu con esa lógica competitiva y aplastante que inculca el sistema de calificaciones. A alguien le conviene que creás que esa es la única forma de vivir. A alguien le conviene que sigás creyendo que esos días de hastío y malestar son pasajeros y normales, y que vale más ignorarlos que utilizarlos para cuestionar tu entorno y tu camino. ¿Quién es ese alguien?
Si tienes uno de estos días vivílo, lloralo y sufrilo. Todas esas preguntas, que permanezcan. Nunca fueron pasajeras. Que vivan los pesimistas.
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