Roberto Liao

Luego de varios minutos en el tráfico, llegué a la universidad. Entre la multitud que abarrotaba los pasillos se podía distinguir toda clase de personas. La hora se acercaba. Mi primer día de clases estaba apunto de comenzar. Entré al salón. Por lo menos 50 pupitres cabían espaciosamente en aquella habitación. Yo era muy tímido, o por lo menos eso aparentaba, me dirigí a uno de los pupitres vacíos de la última fila y me quedé sentado observando.

Todos se saludaban como amigos de la infancia. Yo me preguntaba si aquellos se conocían o simplemente eran muy sociables. Varios de ellos me llamaron la atención. Uno era tímido como yo; sentado cerca de la ventana, leía muy tranquilo algo que parecía un libreto. Al frente de la clase se encontraban otros tres hablando sin parar; la primera era bajita y mencionaba algo sobre una canción. La siguiente era extraña, tenía el pelo corto e iba vestida con colores llamativos. Todos los rumores de que en la universidad había gente que se drogaba me vinieron a la cabeza. El último de los tres dejó de hablar y salió un rato. Se dirigió a la puerta. En ese momento entraron otros dos. Uno, con el pelo teñido de un rubio muy claro, iba hablando por su celular, y la otra llevaba sujeto el pelo con lo que parecía una banda. La maestra llegó y todos se sentaron para recibir su primera clase en la universidad.

Al principio me sentía solo, sin amigos. Poco a poco, el tráfico fue disminuyendo. Mucha de la gente que vi aquel primer día dejó de llegar. Y yo conocí a mis nuevos amigos. El tímido es actor; la bajita, cantante; la del pelo corto no se droga (se convirtió en una de mis mejores amigas), el que salió del salón es extraño, el rubio ahora es castaño y a la otra sigo sin entender por qué se enamora de cada cosa que ve.

Así que a todos aquellos que están por entrar a la universidad y tienen miedo de experimentar algo nuevo, les puedo decir que no se pierde nada, se gana mucho (siempre y cuando seamos auténticos).

Este artículo fue publicado en: Revista D

Compartir