María Alejandra Morales/ Opinión/
Nací en un hogar católico y fui criada en la misma religión. Desde antes que mi consciencia me permitiera razonar sobre tan importante decisión, yo ya era una católica por tradición. Debo reconocerlo, no fue mi decisión, pero tras diversas vivencias y aprendizajes descubrí que de haber tenido la oportunidad de decidir, hubiese elegido el catolicismo también. Creo que es necesario dejar esto claro, pues necesito que quien lea este artículo esté consciente que la única responsable de esta crítica es una católica auténtica, practicante y convencida de su religión. Lo que estoy a punto de decir no proviene de nadie más que de mí.
Hace tan sólo algunos días se llevó a cabo una marcha masiva en la ciudad de Guatemala, promovida principalmente por la comunidad católica conservadora, que deseaba manifestar su malestar ante tanta indiferencia que existe en nuestra sociedad, respecto a temas como el aborto y el matrimonio homosexual. Realmente desconocía acerca de los objetivos de la marcha, pues le había prestado muy poca atención. Tras observar tantas y repetidas pronunciaciones a favor de la misma, decidí empaparme un poco más del tema. Lastimosamente debo admitir que la sensación que obtuve tras enterarme de los fines que aquella perseguía, fue de decepción. Esto lo digo con todo el respeto del mundo, hacia aquellos católicos que salieron a las calles a marchar con los fines más puros, y en defensa de la vida.
A decir verdad, me sentí sorprendida al saber que aún existe tanta desigualdad en nuestra sociedad.
Lo he dicho en ocasiones anteriores, no sólo nos divide nuestro estrato social, nuestra ascendencia étnica, color de piel, y manera de pensar; sino que ahora también buscamos motivos para justificar que nuestro Dios ha abierto una brecha para excluir a aquellos que no encajan en un modelo conservador, que nos dice cómo debería ser la familia y la sociedad. Lo siento, pero eso no es indiferencia, se llama libertad; libertad de elegir con quién quiero estar y lo que me hace feliz, libertad de perseguir mis sueños y no permitir que un matrimonio fracasado y una sociedad machista me prive de cumplir los mismos; libertad para poderme superar y alcanzar cada una de las metas que me he propuesto, sin que verdaderamente importe cualquier número de etiquetas con las que ya me haya clasificado mi grupo social.
A este proceso de aceptación de los demás se le llama también tolerancia, y si no lo he entendido mal, es uno de los principios fundamentales que el catolicismo nos pide que persigamos. Por supuesto, me veo en la necesidad de aclarar que esto no es una defensa al aborto en absoluto; definitivamente estoy en contra de todo intento de acabar con la vida de otro ser humano; lo repudio y condeno. Desprecio tanto el aborto por tratarse de un homicidio, porque se trata de un acto egoísta que pretende acabar con toda oportunidad que hubiera podido tener ese ser de perseguir la felicidad; porque sí, es un ser vivo, es un ser humano, es un hijo de Dios. Ahora lo que no me convencen en absoluto, ni me convencerá, es el hecho de hacer de menos a individuo por su afinidad sexual.
En pleno siglo XXI, y a pesar de que se supone vivimos en la modernidad, aún mostramos nuestras mentes cerradas ante las cosas que no nos convencen o no encajan en nuestro modelo mental.
Lamentable, pero cierto. Más preocupante aún, es el hecho de querer eliminar de nuestra sociedad todas aquellas posturas que se alejen en lo más mínimo de nuestro ideal. Estas situaciones me llevan una y otra vez a preguntarme, ¿qué querría Dios de mí? ¿cómo Él querría que yo enfrentara tales circunstancias?, y por las incontables cosas positivas que he aprendido de mi religión, estoy segura que Dios no estaría satisfecho escuchando mis críticas, si éstas lo único que buscan es dañar a los demás. No creo que Él se sentiría feliz al verme marchar en honor a la desigualdad. Tampoco creo que estaría practicando lo que predico si con mis acciones demuestro intolerancia y desprecio hacia mis hermanos, haciendo caso omiso de todo el sufrimiento que esto les pueda causar.
El amor proviene de diferentes fuentes, no sólo de una familia con un papá y una mamá. El amor no viene exclusivamente de lo que catalogamos como hogares felices. La felicidad y la bondad se viven y se practican con nuestras acciones, cada una de las veces que decidimos hacer bien a los demás, ser piadosos, comprensivos, tolerantes. Una familia desintegrada no me convierte en un individuo fracasado para mi sociedad; tampoco lo hace una tendencia homosexual. He conocido “hogares perfectos”, con papá y mamá, en que reina la violencia y el resentimiento, y en donde se carece todos los días de amor, respeto y fe. Por otra parte he visto familias desintegradas vivir una vida plena, haciendo bien a los demás y luchando por la felicidad. He conocido personas homosexuales que aman a Dios incluso más que cualquier católico que haya ido a marchar; y en un mundo de intolerancia practican con fe, sin miedo y con amor su religión.