Martín Berganza / Opinión /
Semana Santa llegó y se fue en un abrir y cerrar de ojos. Con ella arribaron -también- los usuales problemas que aquejan a los capitalinos que se quedan en la ciudad porque no quieren o no pueden irse a veranear. En primer lugar, el Centro Histórico colapsa por el peso de varias procesiones. y tenemos como consecuencia que las calles se cierran, se elaboran las alfombras con aserrín teñido, pino y flores; las túnicas púrpuras, que combinan tan bien con la flor de jacaranda de la época, cubren a los devotos. Así como resulta ser tan subdesarrolladamente pintoresco también surgen las mismas preguntas de todos los años: ¿cómo es posible que se bloquee todo el centro de la ciudad por una manifestación de fe que no es la mía? ¿Por qué no se respeta la libertad de locomoción? Pues bien, yo creo que es en la Semana Santa que el capitalino, y por extensión el guatemalteco promedio que participa en sus actividades, recobra su sentido comunitario y crea ese vínculo con los demás.
Pero la fe no lo es todo en la Semana Santa.
Mencioné también que es aquí donde el guatemalteco crea un vínculo comunitario con los demás. Y así es. En la elaboración de alfombras, bajo cada “brazo” del anda procesional, en el adorno de los sagrarios, en la elaboración de garbanzos dulces y bacalao, allí es donde el guatemalteco – de alguna forma- crea un vínculo con los demás. Es en la tradición, en la costumbre, donde se forja ese vínculo invisible que se nota tan poco el resto del año, incluso en navidad. De algún modo es algo positivo, pero viéndolo en perspectiva, es algo bastante triste.
Estas cosas realmente me deberían ofender o causar desagrado. Realmente quisiera vivir en una sociedad menos religiosa, donde las costumbres y actividades colectivas no estén teñidas de la irracionalidad de la fe, pero esto implicaría que las costumbres fueren racionales, cosa que no lo son. Es la emotividad, el placer de hacerlo por su mismo placer que hace que los ritos de Semana Santa se cumplan cada año, y no tanto por la fe. Platiqué con varias personas que cargan las andas procesionales cada año, y todos, aunque me mencionaron su fe, me transmitieron más la impresión de que cargan por el placer mismo de cargar. Es impresionante cuando lo llegan a ver así, la fe se vuelve secundaria.
Quisiera vivir en un país donde los ritos colectivos fuesen laicos. No llegaría a la pretensión de que fueran racionales, pero que por lo menos crearan una identidad o sentido de propósito nacional común que vaya más allá de imaginería religiosa, o de símbolos patrios desgastados que no me inspiran el menor amor a la patria (y que vienen de una revolución liberal cuyos efectos siguen siendo nefastos para la población indígena). No tenemos otros ritos laicos a qué apegarnos como guatemaltecos. Ni el 15 de septiembre, ni el 15 de agosto (si son capitalinos), ni el 20 de octubre, nada. Entonces, no queda otra más que aguantar, casi con resignación cristiana, a la Semana Santa guatemalteca.