Gabriela Sosa/ Opinión/

Todos los días me despierto con un sentimiento que tengo algo pendiente y debería saltar de la cama para hacerlo, alguna tarea que no pude terminar porque se me cerraban los ojos a medianoche, una serie de correos que no he tenido tiempo de enviar en el trabajo por lo que debería llegar antes de la hora para hacerlo, mi almuerzo, que no me dará tiempo de cocinar en la mañana y las galletas que tendrán que bastar, echar gasolina, porque llevo dos días andando en reserva, un pago que no he realizado, una lectura que no he podido terminar para algún ensayo….

Todos los días despierto con esa sensación, que sea lo que sea, debería levantarme temprano para hacerlo, pero a veces doy vueltas y vueltas en la cama sin lograrlo. Finalmente me arrastro fuera de ella y sigo con la rutina; llegado el día jueves, el día de prácticas, ya no me alcanzan las fuerzas y me tardo aún más en levantarme. Tras años de despertarme con esa sensación, creo que llega un punto en cualquier carrera cuando simplemente ya no se quiere saber más de ella, en último año muchos ya solamente queremos terminar y no saber más al respecto por el momento. Esa sensación se hace presente todos los jueves (en mi caso) de prácticas. Pero me levanto, llego, aunque a veces sienta que no tenga fuerzas, y la realidad guatemalteca me pega de lleno en la cara.

Es cuando pienso que vale la pena, porque no importa lo que suceda en mi vida, no se trata de mí. Nunca se ha tratado de mí.

La carrera de psicología clínica, fieles a los objetivos de la universidad, tiende a hacer sus prácticas con una población por lo general de escasos recursos. Tras trabajar de viernes a miércoles, confesaré que el jueves en la mañana seguido no quiero ir. Sin embargo, esta carrera no se trata en realidad de mí. Se trata de los demás, de esos niños y jóvenes que a pesar de los duros golpes que les ha dado la vida, olvidados, ignorados, subestimados por sus familias y por las mismas instituciones que deberían protegerlos y ayudarlos; mantienen la capacidad de sonreír, la capacidad de hablar sobre sus problemas como si hablaran de fútbol, de jugar, de pintar, de cantar, de reír.

Es entonces cuando recuerdo que a pesar de los desvelos, de los pagos atrasados, de las carreras en las mañanas, del poco tiempo libre, del cansancio, a pesar de todo ello, vale la pena, porque si estos niños y adultos que han crecido en las calles pueden lograr seguir estudiando, trabajar, tomar las riendas de su vida, reír y disfrutar la vida, ¿cómo no podremos nosotros, cómo no podré yo? Vale la pena al final del día, a pesar de las deplorables situaciones que a diario vive, Guatemala vale la pena, su gente vale la pena.

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