/Por: Alexandra Granados

En mi memoria yace claramente aquella tarde del viernes de hace exactamente quince años en la cual nos perseguíamos alrededor de un viejo roble como dos chiquillos ignorantes de la realidad lóbrega de la vida.

Éramos solo dos adolescentes jugando a ser niños de nuevo. Tus ojos reflejaban un brillo casi celestial. Aún pertenecías a la efímera edad infantil, y te encontrabas radiante al poder demostrarlo. Aunque no lo supieras, aunque no lo sospecharas ni te tomaras la molestia de indagar cada una de mis palabras, eras el amor de mi vida; eres el amor de mi vida.

Alma gemela, desde aquella lluviosa tarde de hace más de una década, no he dejado de pensar en ti un solo instante; mas ya me he enterado que hace poco te casaste. No me entristece la noticia, cinco años después ya sabía que no me pertenecías y, es más, puede que no lo sepas (puede que ni me recuerdes) pero yo también me casé. ¿Quién sabe? Pudo ser por amor, pero al no casarme contigo, es algo que se acerca más al conformismo.

Además, me queda más que claro que no fuimos hechos para pertenecernos mutuamente ni para tomar tazas de café con leche por las mañanas sentados frente a frente. Aunque sea un hecho que jamás regresarás a mi lado, existe el dolor del amor ajeno, de que al abandonarte alguna vez, terminé por abandonarme a mi también; el aparente enamoramiento que sentí en un principio al casarme, se fue disipando hasta quedar nada más como montones de cenizas que, como todo en esta vida, me recuerdan a ti.

La solución, la única existente, por más que yo no quiera, para deshacer tu recuerdo de mi intrínseca memoria o para permanecer juntos veinte mil eternidades, es también eliminándonos del mundo físico. Para cuando termines de leer esta pequeña…. ¿Carta? ¿Últimas palabras? Probablemente estaré detrás tuya a punto de acabar con tu vida, pero mantén la calma, ¿quieres? Pronto, muy pronto, yo te seguiré en el mundo de lo intangible, el único lugar donde nuestras almas podrán entrelazarse una vez más.

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