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Erik Moscoso / Opinión /

Una noche como cualquier otra de semana. Emprendo la travesía de cruzarme toda la ciudad hasta mi casa. Algo cansado, debo de admitir, ya que mi día siempre empieza desde muy temprano, pero toca y con los años este trayecto se ha vuelto lo normal. Conozco muy bien por dónde irme para no toparme con el tráfico, en qué calle doblar y qué avenida tomar. La oscuridad de la noche disfraza mi temor a conducir, no por el temor a sufrir un accidente sino porque los asaltos en moto están a la orden del día o de la noche; los malhechores no tienen horarios establecidos.

Tan solo hace algunos minutos conversaba con unas compañeras de la universidad acerca de cómo operan estos delincuentes y mientras voy conduciendo un motorista me rebasa. Llegamos a un semáforo, se detiene y voltea a ver a mi auto. Algo normal, pero esto deja de serlo cuando me percato que su motocicleta no tiene placas. Tampoco lleva el chaleco naranja, ni en su casco la respectiva identificación con el número de placa. Algo anda mal. Modero mi velocidad, mantengo mi distancia y a la primera que puedo lo rebaso para dejarlo atrás. Quizás estoy siendo un poco paranoico, pero la verdad no me quiero quedar a averiguar y bien dicen que más vale prevenir que lamentar.

 Todo transcurre normal. Llego a mi destino, mi casa. Lugar donde me siento más seguro. Mi mamá acaba de regresar y conversamos un poco, más que todo cocinar para la cena. Sin embargo, mi papá aún no llega. Decidimos llamarlo.

¿Dónde estás? –  le pregunta ella por teléfono. ¿QUÉ PASÓ? – la escucho decir mientras cambia su expresión tranquila a una de preocupación.

Sin muchas palabras más, cuelga. “A tu papá lo acaban de asaltar, lo bueno es que no le hicieron nada,” me hace saber.

¿Dónde? ¿A qué hora? ¿Cómo? Estas y otras preguntas me comienzan a resonar en la cabeza. Como cualquier joven, dispongo de las redes sociales y dejo saber lo sucedido a través de ellas. Muchos me hacen llegar sus muestras de aprecio pronto, hecho que se agradece.

Pero algo que me llamó la atención fue ver la reacción ante este hecho de las personas. “Toca irse acostumbrando” y “No te preocupes, es normal que a alguien le pase”; son algunos de los comentarios que me dejan sorprendido. A todo esto he logrado hablar con mi papá. Lo han asaltado al salir de la panadería, lo han bajado del carro a punta de pistola y lo han dejado a media calle. ¿Cómo algo tan normal como ir por el pan ha llegado a ser una actividad que ponga en riesgo tu vida?

Y, ¿por qué normalizamos la delincuencia? ¿Qué nos está ocurriendo?

La historia no termina aquí. Al momento de presentar la denuncia, agentes de la policía dicen que si pagamos Q2,000 (sí, leyeron bien – dos mil quetzales) averiguan quienes fueron los malhechores y recuperamos el auto. Piensen lo que piensen de esta suma, si es poco o si es mucho, no importa. El hecho es que esto va en contra de todo principio de servicio, no es normal. ¿Con qué descaro nos vienen a pedir dinero por algo que debería ser su trabajo?  Mordida o comisión, -como le quieran llamar- no es normal tener que desembolsar dinero extra para que alguien haga su trabajo. Me niego rotundamente a pagar dicha suma, me niego a ser parte del sistema corrupto. Me resigno a dar por perdido el carro, pues era el mío.

Al momento que escribo estas líneas mi carro ya ha aparecido, lo han dejado abandonado. Obviamente no en las mismas condiciones que lo tenía. Está chocado, sin radio, sin sus herramientas, sin frenos. Pero ha aparecido dicen ellos -la policía-, lo han recuperado y es normal que los autos robados aparezcan en estas condiciones. Ah, y esta vez piden una comisión de Q500 (sí, quinientos quetzales) por “haber recuperado” el carro.

Me parece anormal tener que vivir bajo el temor de salir a trabajar o estudiar y no saber si uno va a regresar a casa.

Tener que vivir en medio del miedo a ser víctimas de la delincuencia. Tener que soportar la corrupción y que pensemos que sin ella las instituciones no funcionan. Tener que pasar por la vida con la cabeza agachada soportando los abusos de las autoridades. Tener que callar para poder vivir. Tener que pensar que esto es normal me parece anormal.

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