María Fernanda Sandoval / Opinión /
La historia guatemalteca tiende a polarizarnos en dos extremos muy “a lo guerra fría” que además de anacrónicos son vanos. Existen dos opciones, o sos el viejo capitalista gordo, que se alimenta de alitas de pollo a la barbacoa frente a moribundos -y deja allí mismo la famosa cubeta de marca, que las contenía-; o sos el socialista extravagante, con aires de intelectual, que enuncia -siempre que le sea posible- la importancia de la igualdad y del pueblo, más deja la causa cuando encuentra el poder. A veces, nos dejamos vencer por estos estereotipos y no razonamos que las personas somos y valemos más que la teoría del espectro político, no identificamos como el limitarnos a un adjetivo –político- ha sido la causa de numerosas guerras.
No comprendemos que más que inclinaciones hacia sistemas sociales, más que teorías, somos personas con afanes, equivocaciones, vergüenzas, metas, familias y necesidades.
Es necesario entender que la riqueza y la pobreza o el poder estatal son temas de mucho más análisis y discusión que etiquetar como socialista a quien usa una camisa del Che Guevara, o que cualquier postura política requiere más valentía, conocimiento y determinación, que llevar el “Yankee go home!” en el bumper del carro.
Estos términos son utilizados de formas tan vagas y son tomados a la ligera; llega a ser lamentable la falta de identidad que muchos guatemaltecos poseemos en algo que manifestamos como propio. Son muchos los empleados y funcionarios públicos corruptos, que se dicen ser socialistas; y ni hablar de varios “capitalistas” que distorsionan el derecho de la propiedad privada para adueñarse de aquello que ha sido restringido de su uso, propiedad perteneciente a alguien más. No dejemos de lado a aquellos que se dejan llevar por comentarios parcializados y déspotas, dejando de lado la crítica inteligente y razonable, cegados por ideologías cerradas y manipuladoras.
En una reciente conversación que pudo llegar a ser una buena discusión en la que todos los involucrados aprendiéramos, noté cómo los interlocutores preferían el silencio ante un final que -de manera fulminante- daba por terminado cualquier diálogo o discusión.
“Dejémoslo aquí mucha, nunca nos vamos a poner de acuerdo, aquél es socialista.”
La contraparte en cuestión no era socialista, contrario a ello, había estudiado en un colegio privado y católico. Además, era sumamente devoto y humildemente proponía a Jesús como un salvador de pobres e indefensos, manifestando la importancia en que los cristianos le siguieran en estas actitudes (lo que durante años le habían enseñado) . Recientemente, en la universidad, había recibido clases de historia y justo en aquel día había compartido la lástima que sintió al percatarse que en mismo semáforo de siempre había niños y ancianos pidiendo limosna, y la preocupación que le causaba darse cuenta que cada día eran más.
Reflexioné sobre los pocos jóvenes que podríamos válidamente hacernos cargo de una ideología política, casi ninguno ha estudiado lo suficiente como para acreditarse en alguna postura. Son muy pocos los que han leído a Adam Smith; tal vez, nadie se atrevería a fundamentar en qué postura debe actuarse respecto a la economía de un Estado.