Ana Raquel Aquino/ Corresponsal/ Opinión/
Hace un par de meses tuve una experiencia muy gratificante que ha cambiado mi perspectiva como estudiante promedio de la universidad. Participé en las elecciones estudiantiles con el único objetivo de hacerle caso a esa voz en mi cabeza que me dice a diario: si no te gustan las cosas como están, podés cambiarlas, podés hacer algo al respecto.
Todos sabemos que las situaciones de la vida son variables y cambiantes, que lo único constante es el cambio en sí mismo. Esta es mi motivación principal al ver que las circunstancias dependen de cada uno y que todo es susceptible de mejorar, todo es perfectible.
Cabe decir que la lucha reiterada por este tipo de ideales sociales y personales es complicada, difícil y extremadamente agotadora.
Para entrar en contexto, voy a comentar que me costó muchísimo balancear mi vida personal, familiar y los estudios con esta carga “extra” que tenía por parte de la agrupación estudiantil de la Universidad a la cual pertenezco. Se pusieron a prueba todas mis habilidades para liderar y unir a un grupo de personas que era de hecho bastante grande, mi paciencia (la cual nunca ha sido mucha) y tolerancia para aceptar más y mejores ideas que las mías, mis cualidades creativas para innovar en lo que ya se había realizado y así intentar darle ese plus a la campaña y la valentía para poder pararme en el Auditórium, frente a mis amigos, familiares, compañeros y contingentes, y decir mi discurso como candidata a Presidente para la Asociación de Estudiantes de Derecho. El momento que describo empezó con estas palabras:
“La Academia se fundó con la idea de incidir directamente en la sociedad; a lo largo de la historia; han sido los estudiantes los que han propiciado su evolución. Sabemos que pertenecemos al mínimo porcentaje de la población que tiene acceso a la educación universitaria y eso implica la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene de participar activamente en la sociedad (…)”
Nuestro discurso (porque compartía la mitad del tiempo estipulado con el candidato a Vicepresidente) es un llamado a los jóvenes universitarios, son esas ideas que escuchamos a voces en nuestra cabeza a la hora de dormir, ese sentimiento que grita internamente cuando algo nos parece injusto, ese gesto inconforme cuando sentimos indignación, esa emoción que queremos transmitir cuando nos damos cuenta que hay más gente que piensa como yo y que no se está solo en lo que se piensa.
El discurso en cuestión, seguía así:
“(…) Ser estudiante no se trata sólo de estudiar o de leer, se trata de sentir… De dar el ejemplo, se trata de vivirlo. El Derecho es ciencia, técnica pero también es un arte. Pensar que el arte de la convivencia puede ser liderado por estudiantes ordinarios, como vos y como yo, me impulsa cada día para lograrlo, participando, alzando mi voz… porque vale la pena hacerlo, porque cambiar las cosas depende de uno mismo (…)”
Entiendo lo idealista que uno de estos discursos pueda llegar a ser, sin embargo, creo que vale la pena convencer mediante las más altas aspiraciones.
Los incentivos principales para lanzarse a esta “tortura estudiantil” (como lo denominó uno de mis compañeros) en medio de uno de los semestres más complicados de la carrera, va más allá. Explico por qué.
El motivo principal por el cual se está en una agrupación estudiantil, un grupo de amigos, una carrera universitaria, una sociedad, es porque todos y todas compartimos ideas, formas de ver la vida, buscamos algo en común, convivimos porque queremos trascender. Convivimos para realizarnos como personas dentro de nuestra esfera individual y así poder transmitirlo en el plano colectivo, compartimos una historia y pasado común, costumbres, tradiciones, compartimos espacio geográfico y nuestras vidas están interconectadas unas con las otras y como oí un día por allí, lo único que buscamos todos es ser felices. ¿Acaso hay algo mejor que sonreírle al vecino de enfrente o solo por el simple placer de hacerlo? Eso es convivencia, está marcado por el sentimiento de humanidad que inherentemente llevamos dentro.
… Y terminé mi discurso:
“¿Y si yo no fuera candidata? Me gustaría saber que la persona que va a estar a cargo de representarme, va a ser una persona con la que yo comparta principios y valores, una persona que sea accesible, que sepa transmitir mis ideas y las proponga frente a las autoridades, que sea una persona que tenga sus convicciones claras y que a la vez, esté consciente de la realidad social del país en donde vivimos. Debe de ser una persona a la que le tenga confianza, que sepa que el liderazgo, más que tomar decisiones, es entregarse a la sociedad e inspirar al estudiante a hacer lo mismo.”
La idea de la representación por medio de una persona con la que yo me sienta segura es muy importante porque en base a ella es que se da la conversión entre lo que actualmente tenemos y lo que queremos. Ese vínculo entre el que representa y el representado, donde el primero debe de ser consciente del papel que juega dentro del cuerpo estudiantil y asumir el compromiso que tiene de retribuir al estudiante a cambio de su voto. Porque el voto no es nada más que la confianza depositada en alguien de que pueda hacer factible todas las ideas que propone y de transformar situaciones injustas o pendientes a mejorar.
Como parte de ese mínimo porcentaje de la población que tiene acceso a la educación universitaria es necesario que nos identifiquemos con esas ideas que pensamos en callado, esos planes y proyectos que tenemos para nuestro entorno más cercano y para el que está más lejos, esos sueños que como jóvenes nos caracterizan. Es necesario porque el país lo pide a gritos, Guatemala necesita personas con convicción personal que no tengan miedo a participar, a representar sus ideales e intereses. Hemos subestimado el valor que tiene nuestra voz.
Entonces, ¿Para qué dejar a otros lo que podés representar vos?