Mayari Mazariegos
Corresponsal Brújula

Ana estaba en una importante cena familiar. Como era tradición en su casa, se terminó todo el postre, el quinto pedazo de pie de queso que comía esa noche. Incapaz de mantener una conversación equilibrada por más tiempo, se excusó y dijo que sentía la necesidad de bañarse para dormir más relajada y ahorrarse la agobiante tarea de hacerlo a las 5 de la mañana, antes de acudir a la universidad.

Ana se despidió y corrió a refugiarse al baño, encendió un momento la regadera y se sentó sobre el inodoro lamentándose por lo que hace menos de media hora había ocurrido. ¡Se había fallado a sí misma! ¡Una vez más no había podido mantener la entereza y la voluntad!

El agobio se volvía cada vez peor, un terrible sentimiento de culpa la atormentaba por ser tan débil. Se limpió las lágrimas y detuvo el agua; encendió la secadora, ya que era el instrumento más ruidoso del baño y nadie la escucharía. La prendió en su máximo nivel y corrió una vez más al inodoro; se postró de rodillas, inclinó su cabeza y alineó su espalda; comenzó a provocarse el vómito.

Ana lo había hecho tantas veces que sabía la colocación perfecta de sus dedos dentro de su boca. Sabía que debía introducirse los dedos medio e índice hasta tocarse la garganta, puesto que así el vómito fluía más fácil.

No le costó más de 5 segundos comenzar a vomitar y se aseguró, por supuesto, de tomarse el tiempo suficiente para sacar todo aquello que había consumido esa noche, solo así podría calmar la culpa que agobiaba su ser.

Al concluir, apagó la secadora, echó agua en el baño y se cepilló con un poquito de bicarbonato, ya que este ayuda a cuidar los dientes y a quitar el mal olor que deja el vómito. Ana salió del baño, se despidió una vez más de su familia y se fue a dormir. Esa noche, a pesar de que la temperatura estaba a 5 grados, Ana durmió con una playera sin mangas, sin calcetas y sin cobijas. Ella cree que temblar mientras duerme le ayudará a quemar calorías.

Ana no es una mujer gorda, de hecho, sus amigos y familiares la describen como una mujer preciosa, con una envidiable cintura. Es una joven como cualquier otra, una estudiante universitaria aparentemente feliz.

Sus amigos la describen como una persona jovial, aunque con repentinos cambios de humor y depresiones constantes. Su novio menciona que siempre está a dieta, nunca come cuando salen y dice que su familia se molesta si come en la calle. Sus conocidos cuentan que a Ana le gustan los chicles sin azúcar, siempre los lleva con ella y consume por montones, a veces hasta se los traga “accidentalmente”.

Los padres de Ana consideran que es una joven que cuida su figura. Casi nunca se alimenta en casa porque come con su novio. En ocasiones se da “momentos libres” en los que come muchísimo; su hermanito menciona que se acaba todo lo que encuentra en el refrigerador. La mayoría de veces ocurre en la cena, antes de tomar un ducha, porque le da mucho frío bañarse por las mañanas.

La anorexia y bulimia nerviosa son enfermedades psiquiátricas englobadas dentro de los trastornos de la conducta alimenticia. Las personas que padecen la primera buscan mantener un peso corporal bajo, incluso más bajo de lo ideal. Suelen tener una percepción distorsionada de su propio peso e imagen corporal, viéndose a sí mismas con sobrepeso. Los afectados eliminan al máximo cualquier ingesta de alimentos, con el objetivo de no engordar. Es como un ayuno eterno.

Quienes sufren bulimia nerviosa mantienen un comportamiento recurrente e inapropiado para prevenir una posible ganancia de peso. Esta conducta compensatoria consiste en provocarse el vómito o utilizar laxantes, así como la práctica de ejercicio excesivo.

Entre las causas conocidas para padecer trastornos alimenticios se encuentran los factores genéticos, puesto que el riesgo de una persona con antecedentes familiares de este tipo de enfermedades aumenta hasta 20 veces. También afectan los cambios corporales y psicológicos como la pubertad y las presiones sociales.

Se estima que nueve de cada 10 enfermos son mujeres de entre 10 y 30 años.

Un año después de esta cena, Ana tuvo uno de sus incontables atracones de comida, pero su dañado sistema digestivo colapsó y falleció.

Sus padres nunca se enteraron de su enfermedad, sus amigos lo sospecharon pero no se atrevieron a hablar con ella sobre sus extraños hábitos alimenticios. Ana jamás visitó a un especialista. Su novio la recuerda decir: “¿Quien dijo que era fácil estar a dieta?”.

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