Gabriela Carrera/ Opinión/
Lea esto como un acto personal de búsqueda, porque fui a Colotenango, un pequeño municipio mam de Huehuetenango para encontrar respuestas íntimas. Fui invitada por la Colectiva Actoras de Cambio a ser parte del IV Festival Comunitario por la Voz, Memoria y Vida de las Mujeres, un espacio construido por las mujeres sobrevivientes de violación sexual para escuchar su propia voz, para expresarse, para bailar, para sonreír más allá de los prejuicios y los insultos; y para hacer justicia –“justicia alternativa”-, una justicia que tiene un sentido claro: sanar.
Encuentro un vínculo estrecho entre la historia del presente y aquella del pasado, las mujeres son violadas y siguen siendo violadas. Durante la guerra, las violaciones sexuales fueron parte de una estrategia contrainsurgente que se convirtió al mismo tiempo en una estrategia genocida, productora de traumas y heridas que persisten hoy. La sociedad guatemalteca, y las mujeres que no vivimos la guerra, debemos adentrarnos en la historia de aquellas que sufrieron tanto en los ochenta, para saber que el Estado que mandó a violar y atacar a mujeres, comadronas, madres y lideresas, es el Estado que ha creado hombres, ciudadanos también ellos, que aprendieron la didáctica de la violencia y de la inferioridad de la mujer. Las mujeres indígenas, las mujeres mayas, sufrieron más del 85% de las 44 mil violaciones durante la guerra. De ellas, debemos aprender todas para hacerle frente a la situación de hoy.
¿Por qué tanto silencio?
Así se llama un capítulo de la publicación[1] que las Actoras, muchas de ellas, contribuyeron a tejer para hacer uno solo, uno del alma. “Si la violación sexual tenía la intención de someterlas y aniquilarlas como sujetas, su ausencia de la memoria colectiva social les niega la posibilidad de existir”, dice ahí. El silencio es la política cómplice de una sociedad que no reconoce como dignas de voz a las mujeres, que les impone antes el honor de la familia o el juicio cruel de puta. Al silenciarlo se niega su importancia y por lo tanto, solo se ve como un daño colateral más, hasta el punto que “si estamos en guerra, la violación es normal”. Y pareciera que aún en tiempos de paz, se ve la violación sexual como algo normal, algo que simplemente pasa. ¿No es el silencio una herencia impuesta del Estado, hoy asumida por la sociedad? Una sociedad mojigata y conservadora a la que esto le viene bien, por cuestión de moral y urbanidad, y el tormentoso qué dirán.
Víctimas, no; sobrevivientes y señoras de la palabra.
No hablo mam, pero una mujer joven con un niño de dos años en los brazos, me tradujo: “Dice que se llama María Jerónimo, que le mataron a su esposo, lo mataron en la guerra, que sufrió mucho, pero que hoy está feliz de estar aquí, con todas las mujeres. Dice que la violaron y que lloraba mucho, pero ahora le gusta reír. Dice que ya pasó, que ahora lo puede hablar”.
Reconocer a estas mujeres y a todas las mujeres que han logrado vivir y no dejarse vencer ni por la guerra ni por las violaciones, que ya no tienen miedo de decir qué les pasó ni quién lo hizo, es reconocer a mujeres que sobrevivieron, que trascendieron a la víctima para ser sobrevivientes llenas de coraje y valentía.
Son sobrevivientes de período tras período de dictaduras durante 36 años, son sobrevivientes de violaciones repetidas, son sobrevivientes de uno de los genocidios más inhumanos en la historia de la humanidad. Son sobrevivientes de un Estado históricamente indiferente, que mata de hambre, que no deja vivir en un trabajo digno, que esto no le es suficiente y decide matar arrasando todo, quemando el maíz que es la muestra de la divinidad y de la humanidad –de la vida-, que decide arrancar la semilla de pueblos enteros. Ellas son sobrevivientes y cuentan su historia a quién quiera escucharla, y a quién le es incómoda.
Comparten su vida porque saben qué es sufrir de esa manera tan profunda, que el cuerpo grite y la voz enmudezca, saben qué se siente sentir que se tiene la culpa y no se es responsable. Saben de rechazos, de injurias y saben salir adelante. Son las señoras de la palabra, como dijera Ana Silvia Monzón, porque cuidamos la palabra y el lenguaje, porque lo trasmitimos, y la palabra de la guerra es la que cuenta lo que les pasó para que otras las escuchemos y encontremos en el fondo de nosotras mismas los caminos que debemos seguir abriendo. Con estas palabras construyen otra historia. ¿Hay forma de ver la inmensidad de esta tarea?
La marimba que me condujo de regreso a mí
Sé de una estudiante violada por su profesor de escuela, sé de esposas violadas por sus esposos, sé de una abuela obligada a tener relaciones con su nieto, sé de mujeres migrantes violentadas, sé de amigas, de conocidas, de miles de casos y en ellos también me reconozco yo misma, puedo ser yo, o quien está a la par mía, a quien me cruzo en la calle y me dice buenos días, o quien habla por la radio o la mujer que me pregunta si quiero agregar algo más a la orden. Podemos y somos todas. Y frente a nosotras están las mujeres ixiles, mam, chuj, están aquellas que junto a otras mujeres han logrado sanar y reír, y bailar, y volver a vivir sin culpa.
Al finalizar el Festival en Colotenango, entra la marimba y comienza a tocar. Quitamos las sillas, las dejamos de lado, todas vamos al centro del salón municipal. Una niña de 13 años me explica que me va a enseñar a bailar marimba. Es una melodía tras otra, aprendo el ritmo de la niña que se ríe por verme bailar tan mal, a la par Doña María también se ríe de buena gana. No hay nada que explicar, todas estamos bailando marimba para volver a nosotras mismas desde la experiencia de sentir tu cuerpo moviéndose y tus manos muy fuertemente tomadas de la otra, para girar.
Bailamos entre mujeres. Una señora muy grande me dice “bailar, bailar” y yo la sigo, me mira los pies y me pregunto si piensa que no sé moverlos. Pero después se encuentran nuestras miradas, y vuelvo a saber que no, que hay algo que se recompone adentro. Bailamos, y damos muchas vueltas, y me doy cuenta que estoy riendo, que no dejo de reír.
Alguna vez escuché que olvidar es también un derecho, sobre todo cuando pasan crueldades que calan tan hondo. ¿Cómo se olvida una guerra? ¿Una violación? ¿Cómo se olvida a quién fue desaparecido, masacrado, enterrado o quemado vivo? ¿Cómo se olvida a las mujeres desmembradas, a las que aparecen en baúles de los carros? Estoy convencida que se debe sanar, y pasa también por resignificar el olvidar y por recordar también, por dejar ir el dolor y hacerlo volver para luchar con fuerza, por saber reconocer la vida que merece ser vivida y saber encontrar el lugar exacto al sufrimiento en ella.
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[1]“Tejidos que lleva el Alma”, es publicada en 2009 en un esfuerzo colectivo de la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas -UNAMG, Equipo de Estudios Comunitario y Psicosociales -ECAP y Colectiva Actoras de Cambio.