Gabriela Sosa/

Observaba como la llama bailaba en sus dedos, cuando sentía que las punzadas empezaban a profundizarse, dejaba caer la cerilla entre las piedras frente al altar. Nunca le había temido a ese elemento tan misterioso; de pequeña le gustaba mirar de lejos como su madre prendía las veladoras, aunque nunca le dejara acercarse. Ahora, años después ella misma debía prenderlas cada noche.

Volvió a prender otro fósforo, no había logrado prender la vela. Había noches en las que por más que tratara la mecha simplemente no se dejaba iluminar, otras veces las cerillas se apagaban sin siquiera tocarla, y había veces en las que únicamente dejaba al fuego danzar en las puntas de sus dedos.

Había días en los que le gustaba, incluso necesitaba, sentir el ardor de las pequeñas punzadas en sus dedos. Tal vez para sentir que el dolor no solo era interno, tal vez para atribuirle a algo esa desolación, tal vez para tener una excusa, tal vez para matar de golpe esa sonrisa falsa que usaba todos los días. Tal vez para que el mundo viera su dolor reflejado y tal vez para que alguien se tomara la molestia de entender que algo simplemente no estaba bien. Tal vez para sentir el calor del consuelo.

Lo prendió de nuevo, de nuevo se apagó y lo dejó caer. Vio hacia arriba, por el tragaluz entraba una pequeña brisa, pero a veces se preguntaba si realmente sería suficiente para extinguir el fuego. Quizás era Dios diciéndole que dejara de correr y se sentara a resolverlo, a arreglarlo, a aceptarlo, a reunir sus piezas, a ordenarlas para poder reconstruirse a sí misma bien.

Así que prendió otro fósforo, lo vio una última vez bailar sobre su dedo índice y luego lo dejó caer sobre la mecha. En esta ocasión sí prendió. Ahora a rezar, a agradecer y disculparse como al final de cada día, a dormir, a levantarse, a seguir corriendo, a usar su mejor sonrisa falsa, a seguir tratando de prender fósforos que se rehúsan a iluminarse.

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