Stephanie López/Corresponsal/Opinión/
Con la luna de la madrugada empecé a caminar. Mi vista somnolienta me impedía disfrutar de la primera parte del camino: siembras de café. Pasamos entre ellas hasta llegar a ver un cambio de escenario radical: piedras lisas. También caminamos en ellas con la luna aún de compañía. Íbamos unos treinta, todos con equipo completo (mochila con ropa, sleeping, casa de campaña, comida y agua, mucha agua). Los ambientes se alternaban en el camino jugando con colores, texturas y temperaturas.
De bosques húmedos pasábamos a plantaciones de milpa y viceversa. Ahí nos encontró el sol. Entre las montañas apareció para hacernos compañía el resto del día.
Lo húmedo del bosque lo sentíamos en la piel, casi tan fuerte como el calor seco entre las milpas. Finalmente, bajo el fresco aire de unos árboles decidimos parar a desayunar. Nada fuerte ni complicado. Frijol de lata, tortillas de harina, frutas y agua, mucha agua. Uno que otro trago de pepsi para mantener los niveles de azúcar en orden. Fueron 30 minutos de descanso, no más. Seguimos el camino.
De ahí en adelante solo bosque húmedo. El sudor ya se había apoderado de nuestra ropa. Las gotas corrían fácilmente por nuestra cara y caían al suelo, una tras otra. Cinco horas de camino hasta que llegamos… a la horqueta.
La horqueta es el área donde se juntan dos montañas o volcanes. Ahí descansamos entonces, en esa unión del Volcán Atitlán con el Volcán Tolimán. Descansamos lo suficiente. Nos hidratamos. Luego nos preparamos para subir el Volcán Tolimán de asalto, es decir sin equipo, solo una pequeña mochila con comida, agua y suéter. A todo esto eran las 11 de la mañana (tomen en cuenta que nuestra caminata empezó a las 4 de la madrugada). No voy a describir la subida al Tolimán porque no es el objetivo de este relato. En fin, a las tres de la tarde estábamos de vuelta en la horqueta.
Descansamos 60 minutos nuevamente y emprendimos el viaje a la cumbre del Atitlán. Dos horas entre el bosque húmedo, y una hora más en un bosque solo de pinos. Era difícil contemplar el paisaje. El cansancio empezó a desgastarnos y el peso del equipo en nuestros hombros no hacía nada fácil la tarea. “En una hora llegamos a la cumbre” dijo un guía, en ese punto la temperatura había bajado considerablemente. Mi blusa, suéter y chumpa rompevientos no me ayudaban del todo. Empezamos así el último tramo a la cumbre: piedras grandes y sueltas.
Nuestras linternas de cabeza empezaron a hacer su trabajo. Entre la neblina, vientos fuertes, una temperatura de 6 grados y la noche, era difícil visualizar el camino. Debíamos asegurarnos que cada paso dado no fuera a apoyarse en una piedra suelta, de lo contrario podíamos resbalar y herir a otros montañistas si la piedra bajaba rodando.
Eran las 8 de la noche cuando llegamos a la cumbre. Con dificultad encontramos un terreno apto para montar campamento. Las carpas tuvieron que armarse entre dos y tres personas por los fuertes vientos que arrasaban sin piedad. Estábamos a cero grados. Comimos algo y dormimos tratando de recuperar el calor corporal. El premio a tanto esfuerzo estaba cerca.
A las cinco de la mañana empezaron los guías a levantarnos. Rápidamente salimos de nuestras carpas y ahí estaba. El sol acercándose nuevamente, apareciendo tras unas montañas, solo que esta vez era diferente. Nosotros estábamos sobre las nubes y el sol un poquito más cerca de nosotros. Los rayos de luz se colaban entre las nubes reflejándose entre colores naranja, amarillos y morados. Las cumbres de los otros volcanes que rodean el Lago de Atitlán también podían observarse.
La majestuosidad de la aparición del sol nos hizo olvidar los sacrificios del día anterior. De pronto la caminata que emprendimos a las cuatro de la mañana y terminamos a las ocho de la noche había valido la pena. Cada gota de sudor y esfuerzo físico estaba siendo compensado con un show de la naturaleza de 60 minutos.
Nunca había estado tan alto en el cielo y tan cerquita del sol. Nunca tanto esfuerzo había valido tanto la pena.
Nunca una montaña me había retado física y mentalmente. Nunca me había sentido tan enamorada de un amanecer.
Bajé de esa cumbre sin fuerzas en mis piernas y con todos los músculos quemados. Tardé tres días en recuperarme. Ahí comprendí que un montañista no vive solo de pasión y amor a la montaña sino también de entrenamientos fuertes y dedicación, para sufrir cada vez menos y disfrutar un poquito más.
Hoy les compartí el primer relato de una turista que no es turista. Ya el otro mes vendré con algo nuevo.
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K´ashem