Me crié en una familia estricta pero cariñosa donde el alcoholismo no existía. Era la tercera de cinco hijas y nuestras vidas estaban llenas de actividades familiares. Viajes, campamentos, fiestas de cumpleaños y otras celebraciones en una atmósfera de amor.
Asistía a un colegio religioso y tenía un concepto muy particular de Dios. El Dios de mi entendimiento en esa época era un ser Todopoderoso sentado en un trono, registrando todas las faltas de uno y castigando a los que no eran suficientemente buenos.
La primera experiencia traumática que recuerdo tuvo lugar cuando tenía quince años y me enteré que mi mamá estaba muriendo de cáncer. Creí que se me estaba castigando por ser una mala persona.
Perdía a mi mamá porque no era la hija afectuosa que debía haber sido. Entablaba largas conversaciones con Dios en las cuales hacía muchas promesas sobre mi comportamiento futuro y regateaba con Él diciéndole que si mi mamá vivía, siempre sería una buena persona.
Cuando el regalo no funcionó, me invadieron sentimientos de rabia y dolor. Decidí que si te todas maneras me iban a castigar, no importaría lo que hiciera.
Después de la muerte de mamá, nuestra vida familiar se desintegró. Todos lamentamos la pérdida individualmente y no compartimos nuestras angustias con nadie. En ese momento comencé a cerrarme en el aspecto emocional. Aprendí que los sentimientos duelen y que no quería experimentar nunca más ese tipo de dolor. A los dieciséis años conocí a quien iba ser mi esposo, fuimos novios durante tres años. Era la época en que beber era estimulante ya que éramos menores de edad.
Tenía 19 años cuando me casé. Creía que nuestro matrimonio sería perfecto. Comencé a comportarme como su madre casi enseguida, descartando mis propios sentimientos o necesidades. Mi esposo se dedicaba activamente al deporte, moto enduro, pesca, actividades cada vez que podía mientras que yo me quedaba sola en casa. No me hacía feliz que así fuera pero no dije nada porque pensaba que mi función era tener la casa impecable, cocinar sus platillos favoritos para que el matrimonio siguiera siendo feliz.
Un año después de casarnos, murió mi suegra y junto a mi pareja decidimos mudarnos con mi suegro temiendo que sufriera por estar tan solo. Nunca se me ocurrió considerar si la mudanza sería conveniente para mí.
Mi suegro era una persona gentil y cariñoso (cuando no bebía). Era un bebedor de parranda que se ponía muy violento durante sus episodios alcohólicos. Vociferaba mucho, lo que me angustiaba ya que no recuerdo gritos en mi familia. Pero lo peor era que castigaba a su perro. Siempre he tenido un cariño especial por los animales y este comportamiento me aterrorizó.
Como mi esposo se había interesado en carreras de autos, él no se mantenía en la casa, así que yo tenía que afrontar el alcoholismo de su padre sola. No me di cuenta de que tenía opciones y que podía haber desaparecido de la escena o rehusado aceptar su comportamiento alcohólico inaceptable, en vez de eso, creía que era mi deber solucionar la situación. Pensaba que el amor y la generosidad podrían cura todo, así que intente ser lo más afectuosa posible y afable para pasar por alto el comportamiento violento esperando que desapareciera. La negación hacía estragos en mi vida. No sólo emocionalmente sino físicamente también.
La situación se convirtió en algo que se salía de control y tuve que ir a una clínica psiquiátrica donde por primera vez escuche sobre Al-Anon, lugar recomendado por mi terapeuta.
Fui más por obediencia que por convicción, no quería conversar ni mucho menos participar, sentía que aun no estaba segura para confiar en el método… llegó el día que la venda de la negación cayó de mis ojos y comencé a ver, entender y confiar.
Hoy le doy gracias al alcoholismo en seco de mi esposo y al de mi suegro que me condujeron a este lugar. Nunca creí llegar a pensar de este modo.
Sé que por hoy debo mantener distancia con mis seres queridos alcohólicos porque aún no estoy lista para un acercamiento. Estoy aprendiendo a amarme, colocarme límites y ser feliz a pesar de las circunstancias.
Carola