Miguel Fuentes /Colegio Liceo Javier/ Promoción 49/

La noche devoraba el mercado de “Cualquier Lugar” haciendo mella de las ventas, porque como todos saben en “Cualquier Lugar” no hay luz eléctrica. Andaba pensativo, absorto, ido, cuando de pronto pisé por error la cola de un perro que por instinto volteó automáticamente la cabeza para sembrar sus dientes en mi pierna. Traté de evitar la feroz quijada que arremetía contra mí, pero en segundos el dolor se hizo presente, un poco antes de que la sangre comenzara a correr y manchar mi pantalón de lona azul. Cuando quise patear al animal este me soltó y se echó a correr como si tuviera prisa por llegar algún lugar, perdiéndose de mi vista unas pocas calles arriba. Decidí no darle importancia al acontecimiento y seguir caminando, ya llegaría a casa para desinfectar la herida.

Justo cuando me disponía avanzar a la “Avenida de lo Incierto” vi a un hombre con su caja para lustrar zapatos; le noté demacrado, con unos ojos que pedían comida a gritos, brazos delgados y abdomen excavado. —Señor, ¿quiere lustre? —preguntó y dejó ver en su cara una sonrisa siniestra que me caló en los huesos. Un escalofrío recorrió toda mi columna vertebral, y a pesar de mi mal presentimiento, no pude decirle que no y él sin chistear comenzó a realizar su trabajo.

—¿Cuántos años tenés? — pregunté.

—Dieciocho — contestó mientras echaba un poco de tinta negra sobre un cepillito de madera partido por la mitad.

—¿Sos de aquí? — lancé otra pregunta, el silencio me mataba por lo que extendía una plática incoherente. ¡Cuánto deseaba que terminara rápido su trabajo!

—Bien jefe, pero a usted no lo había visto. ¿Qué hace aquí en “Ningún Lugar”?

—Vine a visitar a mi abuela.

—¿Y cómo está su patroncita?

—Murió hoy en la mañana…— un silencio espantoso se apoderó del cuadro por unos segundos…

—Qué lo siento usté, pero así es la vida, nacen unos y mueren otros —le dio un golpecito a mi zapato derecho, lo retiré y coloqué el izquierdo sobre la caja para que pudiera continuar con su trabajo.

—¿Vos todavía tenés abuela?— pregunté estúpidamente.

—No jefe, yo ni recuerdo a mi mamayita, a mi me crió mi hermana, que en paz descansa— contestó.

—¿Y qué le pasó a tu hermana? — indagué.

—Yo la maté.

Mi corazón comenzó a latir más fuerte, pero no quería que él notará que le tenía miedo. Estaba tranquilo, y lo único que se me ocurrió hacer fue seguir con aquel diálogo bizarro.

—¿Y qué fue lo que pasó?

Sonrió, me miró a los ojos y dijo: “Ningún lugar” es tierra de nadie, si usted no hace como los demás quieren, se lo truenan. A mí y a mi hermana nos dejó mi mamayita cuando yo era ishto, se las peló y se fue con un hombre un día y ya no regresó a la casa. Pero no la culpo usté, estábamos bien pisados y lo más seguro es que no nos quería ver morir. Sin darle pajas, comíamos una tortilla con sal cada dos o tres días.

Bueno, la onda es que mi hermana ya tenía como dieciséis años cuando eso pasó y para traernos la comida a la mesa se iba a buscar hombres al pueblo que le pagaran, usté sabe va. Al principio todo chilero, porque comíamos bien, llevaba frijoles, queso, hasta carne a la casa va. Pero un día llegó un hombre, que saber quién putas era, le empezó a pegar, a decirle cosas va. Yo no sabía qué hacer, mis canillas temblaban y no podía ni moverme y el muy maldito me vio y… bueno, pasó lo que tenía que pasar…

Hubo otro silencio prolongado. Para ese momento yo no podía creer lo que oía. ¡Me negaba a creerlo!

—Entonces —prosiguió — agarraron carreta va y llegaban otros hombres a la casa, yo no entendía bien qué onda va, pero sí me ponía como la gran puta cuando le pegaban a mi hermana. Pues para no hacérsela larga, un día llegó un pisado con cadenas de oro y toda la onda, bien caquero, así como usté.

Se me heló la sangre en ese momento, él continuó. —Empujó a mi hermana y dio con el filo del catre y se quedó tirada, no se movía. Maté a mi hermana porque no pude ayudarla, porque no tuve los huevos para defenderla.—

El muchacho se puso a llorar, yo tenía un nudo en la garganta, mis manos temblaban; ocultar mi miedo era inútil ahora, pero a él no parecía importarle. —Esa noche me fui de la casa.— La tinta sobre mis zapatos se mezclaba con sus lágrimas.

—Conocí a un cuaz que me dijo que me podía ayudar, yo sabía que no era bueno va, porque aquel le gustaba agarrar lo que no era suyo. Pero imagínese, yo con hambre y sin nadie en este mundo, le ayudaba.—

Yo nunca maté a nadie, aquel sí era bien engazado con eso, para todo era plomo usté. No pasó mucho tiempo antes que la chonta se lo tronara pero a todo eso ya había agarrado el modo, y me hacía de las cosas de los demás pero a mí no me agarraron nunca usté. La onda es que pasó el tiempo y me casé con una güisa porque la embaracé y no quería que el patojito no tuviera tata igual que yo va. Pero mire cómo son las cosas, mi güisa y yo le entrábamos al waipe va, me entiende, le hacíamos a todo. Y un día en una pelea me la mataron con todo y patojo, como siete meses llevaba. Miré usté me vine para abajo… me enfermé y pasé en cama como un mes, una mi prima que yo había ayudado a salir de la cárcel me hacía el paro de irme a dejar una mi sopita todas las mañanas y eso comía, ahora mejor me gano la vida así va y ya no le entro a nada de nada, soy hombre nuevo.

Terminó de lustrar los zapatos, saqué el dinero y le pagué. Sin pensarlo mucho le di las gracias y comencé a caminar. Cuando ya llevaba un par de pasos delante de él, gritó —¡Jefe y por eso mis cuacez me dicen “La Muerte”!— Sonrió y desapareció en el mercado oscuro.

Cuando llegué a la que antes era casa de mi abuela me eché a dormir, estaba agotado.

No pasó mucho tiempo antes que me enterara por un médico amigo mío, que el perro del mercado me había contagiado con rabia y recordé con ironía que en la “Avenida de lo incierto” en “Cualquier lugar,” yo había tenido un diálogo con “La Muerte”.

 

 

Compartir