Me piden que hable de un autor que haya influido en mi ruta hacia la escritura. No puedo. Empiezo a desenmarañar el camino en busca de un solo nombre y ese empuja al anterior, y ese al anterior como en un espiral de dominó. Tal vez, el comienzo del que tendría que hablar es de las circunsrtancias que me llevaron a la lectura: esa ruta obligatoria por la cual la escritura ronda de ida y vuelta.
De la imitación, el juego y la herencia
¿Qué habrías hecho de no encontrarte con la literatura? Le pregunto a mi tío, el escritor Robin Rossell. Estamos en medio de su biblioteca, la más grande de Quetzaltenango. Hay libros desde el piso hasta el techo y sólo es el primero de tres cuartos con similares características. Escribe a máquina disciplinadamente. Ha publicado decenas de libros. Él, como otros escritores de provincia, trabaja con ediciones de autor. Arma su libro y se va a una imprenta cualquiera para volver con cien ejemplares o menos. He visto su proceso desde hace 24 años. La duda que le planteo es genuina, porque de haberse quedado en la aldea de Zacapa en donde nació, para dedicarse a la tierra y el ganado, en lugar de emigrar y dedicarse a la lectura, el comercio simple y la escritura, no sé a quién hubiera imitado de niña, como quién habría querido ser, a qué habría jugado, qué objetos hubieran ocupado el lugar de la librera que él me regaló, qué habría hecho con mi silencio, dónde estaría yo hoy.
Sin embargo, sé que no debo olvidar a mi padre. Vuelvo a su casa, mentalmente, varias veces al día. Son visitas llenas de luz y de sonidos: el columpio que activan mis sobrinas, una lavadora vieja que nunca descansa y los golpes lentos en el teclado de una máquina de escribir a medio día. Si me asomara al cuarto de donde salen, lo encontraría allí, sentado en el sillón, rodeado de libros abiertos, articulando discursos con dos dedos. Él es comerciante y nunca fue a la escuela, pero aprendió a leer y a escribir. Si en casa siempre hubo libros, si crecí viéndolos como objetos cotidianos también fue por él, y quizá, por su padre antes que él: un hombre de 97 años que con la ayuda de un par de lentes y una lupa todavía recorre a diario, de principio a fin, los periódicos que le consiguen o el papel que le caiga en la mano. Quizá un lector engendra a otro lector, o bien, en una casa donde hay libros raramente un niño pueda salir ileso.
La retrospectiva, sin embargo, quizá pueda tener un escalón más. O al menos así lo cree mi madre cuando la cuestionan sobre mis decisiones estudiantiles y laborales. Antes de que yo naciera ella era bibliotecaria. Trabajaba en el colegio a donde varios años atrás había llegado becada. Allí creció, estudió, se graduó de maestra de educación primaria y luego se quedó. Daba algunos cursos, cuidaba a las internas y se encargaba de la biblioteca. Ella dice que mi primer contacto con los libros, con su olor, sus colores y sus palabras fue a través suyo, tan solo meses antes de nacer. Ese bien podría ser un buen principio.
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Imitación, juego, herencia, experiencia prenatal reforzada por la herencia, la imitación y el juego. Un viaje de ida y vuelta que me deja en el mismo lugar porque quizá, en el principio la única verdadera relación es la del sujeto y el objeto, el libro y el lector, pues el camino hacia la escritura se concreta únicamente a través de esa interacción. Uno se llena de palabras, de ideas, luego exhala. Uno le encuentra a través de la lectura un ritmo coherente a la vida en sus fragmentos e inevitablemente intenta dárselo a lo real que es inconexo. Entonces vuelve a la imitación y al juego, y quiere contar historias desde lo simple como Charles Bukowski lo hace en sus poemas; y quiere crear atmosferas que atraviesen y se pone a jugar al demiurgo como Onetti; y quiere llevar de la mano al lector hipotético por terrenos escabrosos pero hermosos como en algunos libros de William Faulkner, William Goyen, Cormac McCarthy, los grandes sureños; y decir cosas duras de manera hermosa como Tom Waits; y encontrar lo más sublime de la raza humana en su naturaleza baja e imperfecta como Henry Miller; y ser uno y jugar a ver desde la perspectiva de todos como Fernando Pessoa; y tener la lucidez, la síntesis y el humor de Monterroso; y tener el encanto de Luis Alfredo Arango; y convertir el lenguaje en una masa flexible que dice, resuena, dibuja, explota, como lo hace Cardoza o Asturias en su prosa.
No encuentro un culpable único de los intentos y la necedad, del camino que ha llevado a que la escritura siga siendo un descubrimiento constante, un lugar de juego, de experimentación, de retiro, en el que finalmente uno puede escucharse a sí mismo con atención. Me piden que hable de un autor que haya influido en mi ruta hacia la escritura. No puedo.
Por Vania Vargas.
Link para Robin Rossell http://www.revistalunapark.com/anterior/index.php?option=com_content&task=view&id=32&Itemid=74
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Vania Vargas. Quetzaltenango, Guatemala, 1978. Poeta y narradora. Licenciada en Letras por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Autora de los libros de poesía Cuentos infantiles (Catafixia editorial, 2010), y Quizá ese día tampoco sea hoy (Editorial Cultura 2010). Y es parte de la Antología de poesía guatemalteca contemporánea y poesía dominicana (Algarero cultural, edición especial, Guatemala, 2010); Microfé: poesía guatemalteca contemporánea (Catafixia editorial, 2012) y El futuro empezó ayer, apuesta por las nuevas escrituras de Guatemala (Catafixia editorial, 2013). Su trabajo narrativo es parte de las antologías Brevísimos dinosaurios (CCE, Guatemala, 2009), y de Ni hermosa ni maldita, narrativa guatemalteca actual (Alfaguara 2012). Actualmente trabaja como correctora de estilo y como periodista cultural para el suplemento El Acordeón de la sección dominical de elPeriódico.
Fotografía crédito: Pedro Orozco