Un melancólico día de noviembre, mientras el predominante silbar del viento hacía énfasis en mi miserable soledad, el pérfido huésped entró por mi puerta y frente a mí decidiose sentar. Por tres días y tres noches esta fue mi realidad; sentados frente a frente, sin cada quien dejar su lugar. No comimos, no dormimos y si mi mente obnubila no está, aquel pérfido huésped nunca llegó a respirar. Ni una palabra llegamos a intercambiar, mas aquel pérfido huésped adentrose en mí y como el Dédalo de mi alma, recorrió cada sendero y rincón, hasta que a la bestia de Creta logró encontrar. El pérfido huésped escondía su apariencia con asiduo fervor. Hundido, ahí, bajo su túnica negra, lo único que llegué a conocer, fueron a aquellos ojos sangrientos; orbes espectrales que ardían con el fuego de los nueve infiernos y que jamás su vista quitaron de mí. Donde ninguna luz puede brillar, en el corazón de la noche y la maldad, el pérfido huésped perdía su forma para convertirse en la grotesca oscuridad. Cuando el alba llegaba y el astro se hacía notar, desterrado de sus tinieblas, frente a mí lo volvía a encontrar.
Por tres días y tres noches en aquel infierno me vi forzado a morar. Al final de la tercera noche, el temor y la lasitud obligaronme a los ojos cerrar. Tan solo fue un lánguido pestañar, pero cuando los ojos abrí, el pérfido huésped ya no lo era más. Hace ya diez inviernos de aquel heteróclito suceder, mas de mi memoria al pérfido huésped no he podido erradicar. Lo he buscado, llamado e inclusive lo traté de invocar, derramando sangre de gallina negra sobre todo mi hogar, pero mis esfuerzos han sido estériles; de mi sanidad he llegado a hesitar. Sé que no he perdido la razón, sé que estuvo ahí, frente a mí, y aún peor, allí, donde reina lo renegrido, puedo sentir su mefistofélico mirar. Y cuando intento concebir su entelequia, su risa sardónica hace presencia, burlándose de mi febril intento de regresar a una vida ajena al pérfido huésped. A toda deidad he llegado a rezar, clamando para que anulen este yugo que pesa sobre mí. Mas sé que esta es su misión, atormentarme hasta la muerte con esta inhumana maldición.
¡Oh, daría mi alma por un poco de seguridad! Necesito un mundo de absolutos y de nulo dudar. Si tan solo supiere el porqué de su enigmático aparecer, podría encontrar la tranquilidad que ansío con religioso fervor. Si tan solo pudiera dormir y jamás despertar. El tiempo ha instilado en mí, el deseo profundo de aletargar mi sentir. Deseo morir, deseo morir. Hállese lo que se halle después del umbral, anhelo ese eterno definitivo, pues sé que el pérfido huésped no tiene piedad.
¡Oh, maldita incertidumbre!, maldigo el día que te conocí.
¡Oh, maldita incertidumbre!, hacia el último refugio me haz empujado.
¡Oh, maldita incertidumbre! ¡Ahora solo queda morir! Solo, he de morir.
Autor: Alfredo Muñoz-Ledo Descamps