En lo que va del año, la estación lluviosa que comenzó con normalidad, ha ido modificando su comportamiento y a la fecha, el volumen de la lluvia acumulada ha alcanzado niveles inusuales, que en algunas regiones del país han superado los promedios climáticos históricos.

Esta situación contrasta con lo sucedido en los años anteriores, en los cuales el inicio de la estación lluviosa se ha caracterizado por un comportamiento irregular, con un marcado déficit de lluvias. Y si bien a la fecha no se ha registrado la presencia de fenómenos climáticos considerados “extremos” desde el punto de vista meteorológico, en varios departamentos ya se han reportado diferentes eventos adjetivados como desastres relacionados con las lluvias. Tanto el déficit vinculado a la irregularidad de las precipitaciones, como la presencia frecuente de estas últimas, inclusive cuando estén dentro de los promedios históricos, tienden a desencadenar una serie de efectos negativos sobre las comunidades humanas.

De hecho, el término desastre hace referencia a una severa interrupción en el funcionamiento de una sociedad o comunidad que ocasiona impactos, pérdidas y eventualmente muertes. Tal interrupción ocurre porque los impactos exceden las capacidades de la sociedad o de una comunidad de enfrentarlos por sus propios medios.

Con frecuencia asociamos el tema de los desastres con el carácter extremo e imprevisible de los fenómenos naturales. Sin embargo, el riesgo de que ocurra un desastre no depende únicamente de la presencia de un fenómeno natural, sino que está significativamente condicionado por las características internas de la sociedad, las cuales determinan su vulnerabilidad y su capacidad para hacer frente a posibles consecuencias negativas.

Así, la vulnerabilidad se materializa concretamente en las condiciones inseguras que caracterizan de manera diferenciada a una población y están relacionadas con aspectos físicos (ej. tipo y ubicación de las viviendas), económicos (ej. pobreza y la fragilidad de los medios de vida), sociales (ej. inseguridad alimentaria, falta de acceso a educación y salud) e institucionales (ej. la capacidad de respuesta en la prevención y atención a los desastres).

En la realidad guatemalteca, la vulnerabilidad y la capacidad de respuesta de determinados grupos sociales para atender las amenazas son el reflejo de condiciones de desigualdad, injusticia y exclusión (geográfica, social, económica y política) que prevalecen en el territorio, las cuales, a su vez, son producto de factores estructurales predeterminados por los modelos de desarrollo vigentes y que operan simultáneamente a escalas locales, regionales y globales.

Por ello, el origen tanto de la vulnerabilidad del sistema país, como de la producción de ambientes cada vez más peligrosos y extremos, se encuentra en los cimientos de las relaciones sociales. En el caso particular de Guatemala, cabe resaltar el alto grado de desigualdad, injusticia y exclusión que caracteriza esas relaciones sociales y que, por lo tanto, produce paisajes particularmente frágiles y por ende, inestables.

La vulnerabilidad es, entonces, el resultado de un proceso de construcción histórico al que, cuando se adiciona una alta probabilidad de presencia de fenómenos naturales extremos, como ocurre en Centroamérica, conduce a una situación de alto riesgo de ocurrencia de desastres.

Ante semejante situación, el enfoque no debería limitarse a buscar la adaptación de la sociedad a los caprichos de una naturaleza “externa”, ni mucho menos limitarse a buscar cómo controlar esa naturaleza por medio de la tecnología. Antes bien, se debe tomar en consideración la necesidad de transformar las estructuras internas del sistema país, en donde radica el origen de la producción del riesgo.

En la era del llamado Antropoceno, es sumamente irresponsable asumir a la sociedad y al ambiente natural como dos entidades separadas. La realidad actual destaca el hecho de que los humanos somos agentes activos en la producción del ambiente en el cual vivimos y nos relacionamos, razón por la cual el cambio climático se constituye en un ejemplo emblemático y revelador del carácter co-productivo de las interacciones sociedad-naturaleza.

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