5 a.m. Toca levantarse. Unos se bañan en la noche porque prefieren dormir y otros necesitamos el baño para despertarnos, claro; entre los privilegiados que tenemos agua para hacerlo. Desayunar rápido, arreglarse y salir hacia el trabajo, la universidad o el colegio. La cola de carros empieza en el portón de casa. Salir antes o después da igual, la cola es constante. Más si nos damos cuenta que la gran mayoría vive en las afueras de la capital, estudia en una zona y trabaja en otra. Pocos votan por la muni capitalina, pero a muchísimos nos afecta lo que hacen o no pueden hacer.

La rutina la dicta el tránsito vehicular. Esas horas pérdidas en que todo tipo de carros y personas se conglomera a perder tiempo de sus vidas. Llega la hora de almuerzo, supuestamente es el tiempo sin tránsito, pero en la ciudad llena de constantes el tránsito no es la excepción.  El calor nos aplasta tanto de arriba como de abajo y si llueve (porque parece que se nos olvida que la mitad del año eso pasa), el agua también sale de arriba y abajo. El colapso de los drenajes y su construcción sin regulación transforma los carros en góndolas y las calles en canales venecianos junto con cascadas que caen de muros, casas, edificios, etc. Al menos la desdicha del sistema tiene algo entretenido.

El humo de las camionetas perfuma las calles y envuelve a cualquiera que pase cerca de ellas. Bocinas de carro como el soundtrack de nuestras rutinarias horas de espera sobre ruedas, si no es interrumpida por la música que los locales ponen al máximo para promocionar sus ventas. ¿Quisiera saber si en serio suben sus ventas poniendo reggaetón? Los enjambres de motos nos brindan taquicardia especialmente si estamos en un semáforo. Sí, es un estigma en contra de los motoristas pero, ¿qué podemos hacer para perder el miedo? La tranquilidad y el silencio solo se obtienen dentro de las colonias, pero lo que ocurre de la garita para dentro no es la realidad de este país, ni la de esta ciudad.

La selva no empieza en Petén y sus leyes aplican a la zona más “urbanizada” del país. Además, con el cuidado que se le da al área pública, la selva tampoco está muy lejos de retomar territorio. Es la ley de la selva la que manda, la del descontrol y en la que el más fuerte o más malo es el único que sobrevive. Y de eso se trata aquí en la ciudad, de sobrevivir. Tal vez por eso mantenemos tal antipatía por los demás capitalinos, porque sentimos que hay que estar siempre a la defensiva y que en la selva si no comes te comen. En las tardes, probablemente es cuando el ambiente se vuelve más tenso, ni modo todos llevamos horas del día en el tráfico y aún nos toca terminar el día así.

Una tacita de plata oxidada y desbordada por todos lados. Tres millones de personas (o más) conviviendo y sobreviviendo alrededor del Valle de la Ermita pensando en que cada persona que tiene a la par lo quiere dañar. El sol se esconde y el clima empieza a cambiar otra vez mientras seguimos en cola tratando de llegar a nuestras casas. Hogares que nos sirven de refugio para todos los obstáculos que rodean nuestras rutinas, si es que tenemos el privilegio de regresar a casas que tengan agua, electricidad y una u otra forma de seguridad.

Se acaba un día más en este lugar peculiar entre barrancos, mañana toca lo mismo otra vez.

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