Cuento ganador del primer lugar en la categoría de estudiantes Concurso de Poesía y Cuento en homenaje a Juan Fernando Cifuentes.

Mercedes Rodríguez Tinoco
Maestría de literatura hispanoamericana

Despierta. Son las siete de la mañana según alcanza a ver en el despertador digital que se mantiene conectado muy cerca de la lámpara. Estira su brazo. Lo apaga con desgana. Da media vuelta. Con los ojos cerrados, tienta sus caderas desnudas a la espera del placer. Nada. Percibe la frialdad de las sábanas, abandonadas hace una hora aproximadamente. Las acaricia con lentitud, de abajo hacia arriba sin poder evitar el roce de la almohada sudada y maloliente de su marido.

Se levanta cansada y empuja su cuerpo hasta llegar al baño. Ante el espejo observa unos ojos hinchados, de sombras verdosas, que enmarcan una mirada sombría en su cara de niña de treinta. Algunas arrugas comienzan a dibujarse en la comisura de unos labios que se mantienen siempre sonrientes ante terceros.

Ya es tarde. Aún tiene que despertar a la nena y alistarla para que en cuarenta y cinco minutos salga de casa directa al colegio. Mientras tanto, el bebé permanecerá en su cuna hasta que le llegue su turno. Recuerda que no debe consentir que sus lloriqueos atrasen la entrada puntual a la guardería, luego los profesores le señalan malsanamente que ésa no es la actitud de una madre madura y responsable.

El reloj marca las doce del mediodía. La casa está prácticamente lista, limpia y organizada, como debe ser: las sábanas estiradas, los cuartos recogidos, todo en su lugar. Ropa limpia tendida al sol. La sala luce perfecta para recibir cualquier visita inesperada. Lo que se convertirá en el almuerzo de este martes, la espera impaciente en la cocina, el resultado: tres raciones exactas para las tres en punto de la tarde, primer y segundo plato, postre.

Ante sus ollas, sartenes y cuchillos, se detiene por un momento, una lágrima hace el intento de asomarse, provocada por la angustia del recuerdo: los gritos de la noche del lunes, del domingo, también del sábado.

Una de la tarde. Toma asiento en la sala. Sin titubear agarra el teléfono y marca un número grabado en la memoria. Al otro lado, contesta una voz madura. El llanto desconsolado poco a poco se serena gracias a las palabras del sacerdote.

Hora del almuerzo. El silencio en la mesa es interrumpido por escuetas preguntas obligatorias, y afirmaciones y negaciones alternadas, que constantemente se ven acompañadas por el golpeteo torpe de la cuchara contra la porcelana del caldo. La nena interpreta la partitura imaginaria de una canción infantil.

Cinco de la tarde. La nena sueña frente al televisor y su merienda sin terminar. El bebé también descansa, el calor de marzo y las energías gastadas durante la mañana siempre lo hacen dormir hasta tarde. Carmen se quedará con los niños un par de horas. Como siempre, ella regresará mucho antes que su marido. No habrá quejas. La cena estará sobre la mesa a las nueve en punto.

Despierta. Son las siete de la mañana según alcanza a ver en el despertador digital que se mantiene conectado muy cerca de la lámpara. Estira su brazo. Lo apaga con desgana. Da media vuelta percibiendo la frialdad de las sábanas, abandonadas hace una hora aproximadamente.

Se levanta diligente hacia el baño. El espejo le devuelve una sonrisa cómplice. Cepilla su cabello. Inhala el aroma que se enredó en él, el aroma del pecado. Un leve cosquilleo recorre su entrepierna y el recuerdo de sus gritos del martes en la tarde le provocan una humedad repentina.

Pero ya es tarde, aún tiene que despertar a la nena y alistarla, para que en cuarenta y cinco minutos salga de casa directa al colegio.

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