Manuel Canahui
Corresponsal

El ambiente cargado de fétidos olores me dice que ha pasado tiempo ya desde que alguien se dignó en trapear y aromatizar este salón. Las paredes que alguna vez fueron verdes están descascaradas y llenas de algún tipo de moho permanente. La palabra que mejor describe este entorno es desesperanza. Desesperanza que no solo se respira, sino se evidencia en los cansados y ojerosos rostros de las personas que aguardan atentamente alguna noticia del médico encargado acerca del estado de salud de sus familiares. La espera la hacen junto a una de las ciento diez camillas que alberga la sala de cirugía de mujeres del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social de la zona nueve de la ciudad de Guatemala.

Me doy cuenta de que mi rostro fue, hace un año, uno de aquellos desesperanzados que describí y que no había absolutamente nada que yo pudiera hacer para asegurarme de que mi abuela estuviera recibiendo una atención digna en lo que fue su último mes de vida terrenal. Puedo decir que lo intenté, por supuesto. Puedo contarles las veces incontables que fui a la estación de enfermería, junto con mi hermana, a exigir que cambiaran la bolsa de suero líquido que mantenía hidratadas las venas de mi abuelita y que, de paso, se acercaran a cambiar el pañal de la paciente de al lado, la que no recibía visitas ni siquiera los domingos. Lejos de ser un centro de salud, este lugar parecía una sentencia de muerte.

El día que falleció mi abue, no pude evitar lamentar ¿por qué tuvo que ser allí?

En términos sencillos, me explicó mi padre, porque ella tenía derecho a asistencia médica gratuita después de unos cuarenta años de aportar a la seguridad social Rayos, si las cosas están así en el hospital del seguro social, que se supone recibe aportaciones grandes de todas las empresas del país, no quiero ni analizar la situación de los hospitales que sólo reciben dinero del Gobierno para funcionar. Recuerdo una visita que tuve que hacer al Hospital Nacional San Juan de Dios para conseguir un historial médico de una niña a la que estaba asistiendo legalmente. La oficina de historiales, que se encontraba a menos de veinte metros de la morgue del lugar, estaba más llena de papeles que una planta de reciclaje y el ambiente era tan lúgubre como el de la vecina clínica forense. Platiqué un rato con la señora encargada y no pude evitar sentir lástima por su situación. ¿Cómo puede exigírsele que haga bien su trabajo, cuando las condiciones en las que lo desarrolla son tan, tan malas?

De la misma forma, ¿Cómo puede pedírsele a un médico que cumpla sus funciones, cuando no tiene ni las herramientas para hacerlo? Los mayores hospitales de la ciudad, el Roosevelt y el San Juan de Dios, se están quedando sin recursos básicos, tales como reactivos químicos para evaluar qué tipo de virus vive en un paciente para poder tratarlo adecuadamente. Es decir que el guatemalteco común que se enferma corre el riesgo de que lo traten genéricamente con penicilina, sin saber cuál es el virus que lo aqueja. Y no es que los médicos sean malos, al contario, hacen maravillas con las limitaciones que sufren; es que no pueden humanamente hacer más de lo que las circunstancias les permiten.

El peor virus que padecemos los guatemaltecos es la indiferencia. Si nuestra sociedad fuera organizada y consciente de los derechos que le asisten, podríamos hacer una verdadera auditoría social del gasto público. ¿En qué está gastando el dinero el Gobierno? ¿No es la salud el requisito sine qua non para que exista la vida? ¿Y no es la vida el bien más preciado, según la propia Constitución Política de la República de Guatemala.

Las autoridades tienen que pensar creativamente y generar soluciones sostenibles. Si es tan complicado mantener un hospital público funcionando, sería conveniente evaluar alianzas con hospitales privados, que presten el servicio a la población y que reciban una remuneración del Estado a cambio. Podrían tomarse en cuenta los estudios que afirman que el entorno es vital para la curación de los enfermos para mejorar la infraestructura de los hospitales y hacerlos parecer más un templo a la salud que un mausoleo sin salida.

A cada individuo le toca cuidar su propio estado físico, pero cuando éste es vulnerable, le toca a la sociedad acompañarlo y asegurarle que su vida es tan importante que no van a dejarlo que muera. La Salud Pública es la salud de nuestra gente, de los que nacieron accidentalmente en el mismo territorio que nosotros y que merecen vivir en las condiciones mínimas para su desarrollo integral.

Fotografía:
Hospital: www.flickr.com/photos/morrissey/5503915810/

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