Gabriela Carrera/ Corresponsal/
Uno de los recuerdos más antiguos que tengo es el de mi papá diciéndole a una tía: “La Gabriela va leerse todos estos libros, ya en poco”.
Sin querer esas palabras serían destinadas a ser ciertas. Mi voluntad de leer fue antecedida a la posibilidad de poder hacerlo. No podía leer pero ya tenía una colección de libros solo para mí. Se llamaba “Mi libro encantado”. Los he visto en libreras de otras casas, siempre son el camino más directo a mi niñez. Luego, cuando estaba en terapia del habla con una señora en La Palmita, zona 5, mi mamá pasó muchas veces comprándome libros infantiles de una granjerita canche con suecos. Esa era la recompensa a una hora de martirio repetitivo.
Cuando comencé a dar mis primeras letras, me emocioné. El momento cúspide fue leer una valla publicitaria mientras el carro estaba en movimiento. Ya no me tardaba dos horas para saber si decía “mi mamá me quiere”, ya podía leer “nos gusta hacerte sonreír”. Me leí once de los doce tomos de esa colección predestinada por mi papá. El doce me pareció muy real y aburrido a mi edad (era sobre cómo cuidar bebés).
A los años, comencé a tener mañas. Algunas todavía las mantengo.
En las noches no podía leer más de una o dos horas, continuación de varias horas en la tarde, y luego llegaba mi papá y me apagaba la luz. Tuve que tomar prestada una linterna de la caja a donde se iba cuando un apagón nos sorprendía y la historia continuaba. No podía (aún no puedo) salir de la casa sin un libro o varios, miedo a que se entraran a la casa a robar y se llevaran mi tesoro literario, o por aquello que existiera un momento libre para abrir y encontrarse con un mohicano, unos perros en la nieve, una reina calva o unas hermanas, tan mujercitas ellas. Leo en carro o bus, bajo amenaza materna de desprendimiento de retina. ¿Regalo de cumpleaños, navidad, día del niño o graduación? No se haga bolas, regálele un libro. Y una última que diré con mucha pena, pero con la voluntad sostenida ya por años, sustraje cuidadosamente algunos ejemplares de mi colegio. Mea culpa Julio Verne.
Fue exactamente ahí donde vi por primera vez tantos libros y tan pocos lectores.
Situación que debo aceptar que en mis años de irritabilidad adolescente, era una cosa buena. Había unos sillones rojos que se habían puesto alrededor de la pared, y ya a mis trece años, la bibliotecaria me dejaba sacar dos libros al mismo tiempo, y no solo uno. Descubrí a Frida y Diego en la pluma de Le Clézio, me embobé con los relatos de Alejandro Dumas y lloré con la obra de su hijo, en ese cuarto oscuro de la “Dama de las Camelias”. Tuve mi época de mujeres y leí hasta la saciedad historias de mujeres tristes. En una de mis últimas visitas a la biblioteca, me topé con niñas del primer grado de secundaria riéndose entre sí, habían encontrado un juego entretenido. Quién encontrara más libros prestados por una tal “Gabriela Carrera”, ganaba.
De grande quise estudiar Literatura en la universidad, terminé leyendo mucho de partidos políticos y cosas por el estilo. Me pregunto cómo una tarde pude darle la espalda a los libros que me acompañaban a toda hora, y me dejé llevar tan fácilmente por mis ideales de transformación de mi país. Tal vez debo culpar a Taibo II; fue el quién me presentó al Ché. En fin, a los veinte y tantos, mis papás siguen regañándome por comprar libros y dicen “es un vicio, Gabriela. Cuando te murás no te vas a llevar nada”. Mi mamá sueña con que deje de leer y me pide que comience a hacer cosas de casa. Pero a mi edad, no puedo leer de la misma manera, ya no hay Kafka u Onetti tan seguido. Ya no hay tantas invenciones de Morel o muchachitas tristes deseándole buenos días a la tristeza.
Veo cada noche mis libros que me esperan, también aquellos dando cuenta de procesos electorales en Huehuetenango y que me dan luces para saber por dónde meterle corazón a una Guatemala diferente. Se van apilando de a poquito. Guardo mis libretas con sus títulos y las frases que me gustaron (llevo 10 en un poco menos de diez años), escondidas entre libros, en cajas de zapatos, el lugar más seguro de una casa. Ahora los pongo de una manera, de otra, sin orden, o con orden. Y cada día que despierto, también los veo y me siento tranquila; seguimos los mismos.
De chiquita tuve un sueño: leerme todos los libros del mundo. Hoy sé, gracias a Google Books , que son alrededor de 129.864.880. No seré ni tan rica ni tan longeva para leerlos todos, pero mientras lea, me mantendré en el intento.