Foto: Gerardo Del Valle
Ana Raquel Aquino / Opinión /
“Yo no tengo nada que escribir
sobre la guerra que fue
o sobre la que no se va.
Nada que decir
porque ayer estrenamos la paz.
y parece mentira suficiente.”
Carolina Escobar Sarti[1]
Su abuelo era dueño de un pinchazo. Era, cerró el negocio. Las extorsiones se hicieron frecuentes. Este año su cumpleaños cayó el jueves santo pero esto poco le importa: su familia es mormona, ella melómana. Desde que Lupe tiene memoria vive en la zona dieciocho, allá cerca del Paraíso. Yo vivo en la quince y por ratos coincidimos. La primera vez que la vi fue algo inusual. Pero quien vive una vida normal, no vive.
Un día de tantos pasaba por mi clásico recorrido matutino y en el cruce de la esquina de mi casa me tocó esperar. Pasó un minuto y logré observar que bajaba por la calle principal una camioneta de las rojas; recorría el boulevard envenenada[2]. Mientras los frenos rechinaban, el conductor del carro de adelante empezaba a sentirse un poco nervioso, ansioso. Lo advertí en su mirada; pude notar que no sabía si acelerar o hacer el carro un poco hacia atrás. Como las circunstancias, el autobús se acercaba rápido y sin vacilar sobre su recorrido; fue cuando se produjo la incertidumbre urbana por excelencia: saber si una camioneta se detendrá o no. En Guatemala City es frecuente este tipo de vacilación. Es un juego de adivinanzas e intuición vial, si las camionetas dan la impresión de desarmarse a su paso, es evidente que solicitar luces traseras para avisar el frenado sería demasiado.
Mientras observaba la escena del titubeante conductor y la velocidad intransigente de la camioneta supe que el piloto del vehículo no se arriesgaría a lanzarse a la carretera. Así que ambos quedamos inertes viendo cómo el autobús avanzaba a la parada a pocos metros del cruce. No logré ver cuando se aparcó puesto que justo antes que llegara, llamó mi atención una pequeña niña que -literalmente- colgaba de la puerta de la camioneta, pensé que no tendría ni los quince. Usaba unos jeans y camisa blanca con rayas verdes horizontales. Su pelo era corto, su tez morena y -por lo que divisé- era algo cachetona.
El pelo de la niña se movía con el viento, cohabitaba con la breve felicidad en su cara. Zumbó el molesto chillido de los frenos, ella sacó la pierna del autobús; su trabajo consistía en estar ya en el suelo cuando la camioneta se detuviera. La función era atraer más pasajeros y pedirles el pasaje. Lo insólito sucedió un instante antes de que el bus frenara por completo y ella se empujara contra la puerta para salir disparada. La pequeña de la puerta, escupió. Escupió como nunca antes yo había visto escupir a una niña. Casi como escupen los brocha[3], ¡Y es que era brocha! Estaba acostumbrada a esta vida, era obvio por su actitud. No me quedó más que aceptar tremendo escupitajo como realidad. Quedé atónita y con risa guardada. Aceleré, era mi turno para cruzar.
De esto ya sucedieron varios años.
Lupe es ahora una joven alegre, bastante activa. Dueña de una sonrisa encantadora. Dice que no se ríe con cualquiera porque la risa debe ser “privilegio de pocos” -no podría estar más de acuerdo-. Ahora trabaja con su papá en las vacaciones y en mi casa de lunes a viernes. Aprendió a ser brocha desde que su abuelo heredó una camioneta roja y fue el mismo año en el que su mamá le dijo que ahora debía ir y venir solita de la escuela porque “ya estaba grande”. Le hace falta un año para terminar el bachillerato. Ella conoce el recorrido de la zona uno a la dieciocho sin problemas. El de la quince a la dieciocho, lo transita a diario.
Empecé a preguntar. Ella respondía con amabilidad. Me contó que de chiquita fue educada “de casa” y no “de calle”. Sus papás no la dejaban salir a jugar por las amistades o relaciones que pudiese entablar con alguno de los vecinos; ella se enojaba porque es amante del fútbol y es el deporte oficial en su colonia. Pero según sus papás, cualquiera del vecindario es un potencial narco, asesino o ladrón. Ahora les agradece por no haberla dejado salir a jugar con los vecinos porque ellos tienen, en su propia casa, venta de marihuana y “otras cosas”, contó apenada. En la zona donde vive todas las calles son cerradas. Despreocupada mencionó que cuando yo vaya a conocer su casa debo ir en el carro del tío, no en el mío, porque “si la ven conmigo, no le va a pasar nada”. Asentí procurando alivio en mi cara, aterrorizada por dentro. Tuve que admitir: nunca había ido por su colonia, ni cerca. Ella sabía, solo quería asegurarse que algún día la acompañaría.
Guadalupe tiene pocos amigos. Una de la escuela y dos de “la sexta”. Cuando sale los domingos, va a la sexta avenida de la zona uno a platicar con sus dos amigos: un tatuador de henna y un vendedor ambulante de árboles metálicos artesanales (ella también sabe hacerlos). Le gusta la música pop y rock en español e inglés. Por ratos también escucha música de fiesta -sea lo que eso signifique-. Desde pequeña disfrutaba llenarse las manos de grasa por desarmar viejos motores de su tío y abuelo (el del pinchazo) y así aprendió a componer prácticamente de todo, es su pasatiempo. Ahora la pequeña niña tiene dos piercings y un tatuaje de unas notas musicales en la espalda (y no, no es de henna).
Pelea reiteradamente con su papá por pegarle a su mamá. Lupe defiende mucho a su mamá. Es historia conocida: alcohol, machismo y codependencia; aun así define el matrimonio “con amor pero por necesidad”. Por eso ahora vive con su hermana, cuñado y sobrinos; ayuda en ambas casas. Tiene casi la misma edad que yo y le confieso, a cada rato, que no sé hacer ni la mitad de lo que ella hace (en varios aspectos). Lupe nació con una anomalía congénita en el brazo. A ella no le puede parecer más indiferente, y a mí me parece que la hace la superheroína de las asistentes. Ella sabe de cocina y nutrición. Está aprendiendo inglés y a cómo ser feliz.
Es más que azar cuando coincidimos con personas inhabituales.
Hace un par de días Lupe relató cómo es ir a traer el pan por su casa. Dice que hay una sola buena panadería por allí. Iba caminando por la calle cuando vio pasar un carro negro, bastante polarizado, le pareció extraño pero siguió su camino. En el recorrido a la panadería se encontró a su abuela y le contó lo del carro, la abuela -anuente al barrio y a la situación- le dijo que le parecía raro pero que no se alterara. Compraron el pan y pasaron unos segundos cuando se escuchó una balacera. Ametralladoras. Lupe, por instinto, corrió a abrazar a su abuela y pensó que se protegerían mejor en uno de los múltiples callejones laterales. Un rato pasó y ya no se escuchaban disparos. Salieron del escondite, ilesas. Ese día fueron 3 muertos y la verdad es que no sabe cuántos heridos. “Es normal por la zona —afirmó un poco apática y agregó- pero el pan aún estaba caliente cuando regresé a mi casa.” Ella sigue sin saber el porqué de la balacera. Yo sigo sin saber cuál sería una apropiada reacción.
Veo en Lupe contradicciones. Veo una infancia vivida a destiempo con instinto educativo asfixiado; una ciudad que se escupe a velocidad excesiva -sin consecuencias-. Un país sumido en desorden que se corrompe y rasga con cada silencio, con cada intento. Veo en Lupe lo que siento: el contraste de las gamas en gris, la tentativa de la búsqueda idealista, las historias que nos conectan. Percibo el “voto por el menos peor”, la acumulación obsoleta de políticas de trifoliar.
Veo en ella una mujer, una hija, una trabajadora, una amiga. Veo en ella una ciudadana. Nos siento a todos.
[1] Extracto del poema “Acta de Memoria” del libro Exiliarse del Corazón de Carolina Escobar Sarti; Editorial Cultura, 2012.
[2] Chapinismo: ir muy rápido o a toda velocidad.
[3] En Guatemala es el ayudante del piloto de los autobuses solicitando el pago o “peaje” a los pasajeros.