Por: Francisco Juárez/

-Rey Olabarria Maria Goretti, treinta años- dijo el dependiente de atención al cliente mientras observaba el documento de identificación de aquel hombre que se inclinaba frente a él. Sus ojos enrojecidos y aquella barba que raleaba dejaban entrever aquella alma atormentada. –Así es- respondió mientras extendía sus brazos sobre el mostrador y exhalaba un aire que enfrascaba cansancio y fracaso, acaso la decepción de ser él, de afirmar que su nombre era aquel y aquella su edad.

Al salir de la biblioteca extendió el paraguas negro y amplio e inició a caminar apresuradamente entre los charcos. Un tanto encorvado y con la mirada esquiva, avanzaba desviando sus pasos ante cualquier transeúnte que se atravesara en su camino. Se sentía feo, deforme, causante de comentarios y entredichos de cualquier persona que le viera detenidamente. Su debilidad física y rostro cansado le hacían creer que podría causar repugnancia a cualquier persona. Apresuró sus pasos. Viendo al suelo observaba sus zapatos avanzar sobre el pavimento humedecido. De alguna forma aquel taconeo le hacía feliz, pensaba que entre las pocas cualidades que poseía una era su forma de caminar, de avanzar con sus pasos fuertes, escuchando la suela de sus zapatos crispar los charcos adormecidos que se extendían frente a él.

Rey observó su reloj –seis en punto- pensó, mientras aceleraba el paso. Sintió la grave ansiedad de correr, pero no lo hizo. Pensó que aún tenía tiempo.

La noche se cernía sobre la ciudad camuflajeada entre los vastos nubarrones grises y bajos. Los automóviles encendían las luces altas y los parabrisas, los cuales impedían ver el rostro de los conductores, apenas se lograba divisar las sombras de hombres y mujeres que se conducían entre las avenidas y calles viajando de un lugar a otro sin siquiera saber el por qué.

En la esquina se acurrucaba una madre junto a su hijo, perdido entre el resplandor de los rayos y las luces de los automóviles. Aquellos personajes recurrentes de la ciudad impresionaron nuevamente a Rey que casi detuvo su andar al ver el rostro perdido del niño. La madre, con el rostro inclinado, casi cubierto por completo por un paño rojo, extendía su mano sin darse cuenta que por aquella calle apenas transitaban personas, -¿Será ciega?- se preguntó Rey entreabriendo los labios. A sus espaldas quedaban ya aquellas dos sombras empapadas y perdidas. Buscando la sexta avenida apuró el paso. A lo lejos vio venir el bus decadente con ese andar envejecido, derruido.

Rey Olabarria no era un hombre de muchas felicidades, sin embargo había experimentado en contadas ocasiones una ráfaga de felicidad. La última ocasión fue mientras viajaba en el bus, transitando la Avenida La Castellana. Al alcanzar el paso a desnivel observó desde la modesta altura el reflejo del sol de la mañana. A su izquierda se extendían los restos de una casa antigua, deshabitada, con sus altos muros sobre los que se extendía la hierba, en su exterior el grafiti abarcaba la mayoría de la pared avejentada. Aquella casa junto al baldío, el portón rojo con el perro sentado al frente, la ráfaga de viento. Al presenciar aquello sintió en lo más profundo de sí, una aproximación a la felicidad.

Fue en una noche como aquella, como tantas otras en las que viajando en el bus, de regreso a casa, que la inmensa preocupación por el mal le había sacudido. Aquella noche alzó el rostro y observó a los pocos pasajeros que le acompañaban. Sintió en su piel como aquellos rostros se deformaban, como el profundo olor de sus cuerpos cansados se extendía entre los asientos. Apartó su mirada de forma inmediata y vio a través de la ventana. Los hombres y mujeres que caminaban en grandes grupos por las calles carecían de rostro.

El mundo que se extendía a través de la ventana se deformaba, se comprimía en una masa deforme y densa. Rey apretó los párpados y sintió como las gotas de sudor se derramaban por su espalda, por su frente. Un mareo abrupto dominó sus sentidos. Con la fuerza restante logró descender del autobús y caminó cinco cuadras para llegar a su casa. Al entrar en su habitación sucumbió ante el delirio, rompió en llanto y tomando su rostro exclamó un grito ahogado por el desgarro de su voz. Su mente daba vueltas preguntando el por qué de aquellas imágenes.

Toda su vida había vivido atemorizado por lo que él definía como el mal, el llanto de un niño, la humillación de los perros, desde niño todo aquello le había causado un profundo dolor. Desde aquel día su condición empeoró de forma progresiva. No lograba conciliar el sueño y las alucinaciones se hicieron más frecuentes. Poco a poco la línea entre lo irreal y la realidad se volvió más delgada.

Rey, aquella noche había salido de la biblioteca después de varias horas de buscar entre los anaqueles alguna referencia a lo que le estaba sucediendo. Desde donde se encontraba podía ver la basta extensión del cielo, la oscuridad infinita, pequeños espacios celestes adormeciéndose bajo las gigantescas nubes grises y en la lejanía las luces rojas que se yerguen sobre los edificios. Las luces de la ciudad ocultándose detrás de las ramas de los árboles. Intensas luces amarillas, blancas y rojas y miles y miles de almas deambulando, resquebrajándose entre aquellas luces, buscando el destino, la salvación.
Rey observó el cielo, -Podría perderme bajo el insondable horror del universo, su absurda bastedad, lo absurdo de mi existencia-.

Después de dejar atrás a la madre y aquel niño continuó caminando en busca de alguna biblioteca abierta, cambió el rumbo hacia el centro de la ciudad. El caminar presuroso, la mirada absorta conformaba el interior de sus pensamientos, la extraña decisión de sus pasos lo llevaban de una calle a otra. Dejó pasar el bus que se aproximaba. Volvió a observar el reloj de pulsera, marcaba las seis treinta. La lluvia no amainaba por lo que empezó a correr viendo en cada rótulo iluminado alguno que dijera biblioteca o librería. Aquella búsqueda frenética tenía asegurado el fracaso, pues en aquella ciudad las bibliotecas y las librerías eran escasas.

Luego de andar entre aquellas calles oscuras y sucias por más de dos horas se dio por vencido. Caminó hacia un parque que se divisaba a dos calles. En una de las esquinas de aquel parque había un restaurante. Al entrar encontró que estaba casi vacío, se sentó cerca de un gran ventanal que daba hacia la calle. La lluvia se diluía por la ventana. El leve sonido de las gotas golpeando el vidrio le hizo perder la concentración. Absorto, observando la lluvia, no percibió cuando los últimos clientes abandonaron en local. La voz chillona de la mesera hizo que volviera en sí. Se sorprendió al ver a su alrededor todas las mesas vacías.

Aquella mujer lo veía con cierto desprecio pues Rey impedía que cerraran el restaurante.

-¿Qué va a ordenar?

-Una taza de café, por favor.

-¿Desea leche?-

Rey respondió moviendo su cabeza de un lado a otro. La mesera lo vio nuevamente con una mirada despectiva y desapareció tras el mostrador. Tardó más de diez minutos en regresar, sin embargo a Rey no le preocupaba en lo más mínimo. Es probable que la mujer dilatara el pedido tratando de que se marchara. El dueño del restaurante tenía la política de no cerrar hasta que el último cliente abandonara satisfecho el restaurante. Esto no le hacía gracia a ninguno de los empleados pero eran las reglas y ninguno estaba en posición de perder el empleo.

Al probar el café Rey observó de reojo como la mesera hablaba con otra mujer en la cocina; parecían discutir, sin embargo no le dio importancia. Rey volteo su mirada hacia la calle y observó como la lluvia adormecía el ambiente. Sin siquiera pensarlo Rey tomó el resto del café y salió del restaurante sin cancelar. Su rostro estaba descompuesto, parecía resignado a volver a su casa. Aquella noche, sentado al borde de su cama lloró desconsoladamente. Sin razón alguna, pero mientras lloraba encontraba razones para hacerlo hasta que quedó convencido de que aquello era lo único que podía salvarlo del mal.

URL de imagen utilizada y modificada: http://www.solvemygirlproblems.com/2012/03/no-contact/

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