Francisco Juárez / Corresponsal/

Es como verlo todo en blanco y negro, con esas imágenes derruidas, sonidos entrecortados, donde los rostros son tan lejanos.

Eran muchachos todos, Margarita era la más joven, pero la más enigmática de los tres. En aquella época Rey era un muchacho que a pesar de no distinguirse por ser una persona muy sociable sonreía continuamente al estar en compañía de Margarita y de Domínguez.

 

–Si, avenida la Castellana, en un baldío fue donde la encontraron. –Dijo Rey.

–Me parece increíble que haya pasado tanto tiempo.

–Es casi imposible.

–No hay día que no piense en ello.

–Te comprendo.

–Y dime, ¿con quienes vives?

Rey permaneció callado por un momento.

–Vivo solo, ya hace diez años.

–Yo escuché que vives con tu madre.

– ¿Mi madre?, ella no es mi madre, es solo la mujer que me trajo a este mundo.

–¿Cómo puedes decir semejante cosa Rey?

–Tu sabes muy bien lo que sucede Domínguez. Siempre lo supiste. Papá siempre quiso huir de casa, y ahora eso me sucede a mí.

–Es todo muy confuso.

–No hay necesidad de explicaciones. Basta con decir que apenas la veo. Solo escucho cuando sale por las noches y llega con cualquier hombre.

–No preguntaré más al respecto. –dijo Domínguez recostándose en el respaldo de la silla.Se arremango la camisa. Prendió un cigarrillo.

–¿Recuerdas a Piazzola?

–¿el argentino? –preguntó Rey.

–El mismo. Ayer caminando por la calle, encontré un disco suyo entre unos libros viejos, y recordé cuanto le gustaba a Margarita. Es extraño que le gustara a una chica tan joven.

–La música es un reflejo del alma. –Dijo Rey.

 

Bajo la altura de los eucaliptos veía el cielo. Inmerso en su contemplación. Sintiendo su cabello bajo sus manos, escuchando la risa de Domínguez en la lejanía. Solos los tres en aquel lugar que no tenía nada que ver con aquella ciudad en la que ahora debía vivir. Aquel era el cielo que Dios le tenía preparado. Apenas un intermedio, un breve reposo del infierno que le rodeaba y  que sin saberlo se cernía sobre él con cada bocanada de aire que entraba en su cuerpo, en cada mirada de Margarita.

Y la recordaba así, viendo hacia atrás, sonriendo, señalando los árboles. Con la mirada clavada sobre su rostro, diciendo cosas, cosas que una niña de su edad suele decir y otras tantas que le inquietaban profundamente y mientras tanto el humo del cigarrillo viaja por el aire en el presente, transparente, dejando ver la luz del café Diéguez, luz amarilla, luz gris, nube gris y amarilla y el eucalipto meciéndose.

Y sin embargo el baldío y ráfaga de felicidad en avenida la Castellana todo frente a sus ojos, mientras Domínguez mueve la boca.

 

–Y tenía diecisiete años. –Dijo Domínguez.

– ¿Qué dices?

–Margarita… tenía diecisiete años.

–Ah, sí.

– ¿Te sucede algo? estas sudando.

–nada, todo está bien. Margarita. Debo irme. Margarita. –Dijo Rey

Rey se levantó de la mesa abruptamente y caminó hacia el centro de la ciudad mientras Domínguez corría hacia la puerta del café levantando los brazos y moviendo la cabeza de un lado a otro.

Rey ajustó el cuello de su abrigo y caminó sin rumbo alguno, siempre hacia el centro, ignorando el viento, la oscuridad. Sumido en sus pensamientos.

–Diecisiete años, si, y nos conocíamos de años atrás. Siempre la iba a traer a la puerta de su casa. Aquel callejón viejo y sucio en donde vivía. Y su padre gritando desde la ventana algo que nunca entendí y Margarita en el callejón lateral tras los barrotes viendo el cielo. Siempre la iba a traer a su casa. Al salir del callejón caminábamos solos por mucho tiempo y ella me hablaba de sus sueños e ilusiones. Quería vivir en una casa en el campo, quería olvidar a sus padres.

–algún día quemaré todo y me iré de la ciudad. –Dijo Margarita.

–  ¿A qué te refieres? –Preguntó Rey.

Margarita se limitó a ver al cielo.

–Vamos donde Domínguez. –Sugirió Margarita.

La tomé del brazo y la sacudí bruscamente.

– ¿Qué quieres decir Margarita? ¡Respóndeme!

 

Una parca sonrisa se dibujó en su rostro. Caminamos rumbo a la casa de Domínguez. Aún sumido en el desconcierto por las palabras de Margarita llegamos a casa de Domínguez. Nos saludó desde la terraza. Salió de su casa a los pocos minutos. Vestía una camisa de manga corta, blanca, un tanto vieja, la portaba fuera del pantalón, un pantalón de color azul y zapatos de vestir negros, viejos y sucios. Domínguez venía de una familia humilde pero muy respetada por todos. Aquella fue la primera noche en la que visitamos el parque Mirador. La escultura de un ángel apuntando hacia el cielo con la mano derecha y hacia la tierra con la mano izquierda me impresionó.

Rey alzó la vista y vio como el cielo nocturno se teñía de nubes rojizas, parecía que la lluvia comenzaría a caer nuevamente. El café Diéguez quedaba ya varias cuadras atrás y no había rastro de otras personas caminando por las calles. Sus pasos firmes, aquellos pasos que le hacían sentir orgulloso lo llevaron, sin planearlo, a las calles que diez años atrás había caminado junto a Margarita.

Todo era gris, oscuro y silencioso. Tan distinto al parque Mirador, tan sucio comparado a aquel lugar lleno de viento y hojas cayendo. Con el cabello de Margarita volando por el viento.

La lluvia comenzó a caer inclemente, lenta, con fuerza y consistencia, no daba reparo y obligó a Rey a buscar refugio en una vieja verja azul de entramado tupido, con la pintura descascarándose y dejando ver los colores que en otro tiempo había lucido, tiempos que Rey desconocía, pero que seguramente había sido mejores. En aquel pedazo de asfalto seco gracias a una cornisa también vieja, Rey se resguardó de aquella lluvia que parecía querer lavar toda la suciedad de la noche. La luz que proyectaba el alambrado público entre las enormes gotas cayendo inclinadas a la derecha por el viento hizo que perdiera la noción del tiempo.

A veces se sentía indigno de mirarla a los ojos, de tan siquiera atreverse a sospechar lo que ella pensaba, que de por sí era imposible, pero el candoroso juego de pensar que ella pensaba en él le remordía la conciencia. <<¿Cómo va a ser que ella esté pensando en mí?, imposible, yo no soy nada comparado con ella>> pensaba Rey viendo únicamente su cuello y su cabello al viento mientras ella se recostaba en su pecho. Sin embargo Rey nunca supo realmente lo que pasaba por la mente de Margarita en aquellos momentos.

 

Ahora que la sabía muerta, bajo aquella luz amarilla, bajo la lluvia, supo que el odio y el abatimiento se había cernido sobre su cuerpo, sobre el cabello que tanto ocupaba su pensamiento, sobre sus tiernas manos. Margarita diez años atrás no era la Margarita que el recordaba, era otra, la oculta y verdadera, que la llevó a su muerte aquella noche de mayo.

Domínguez volvió a su asiento en el café Diéguez, y pidió un Whiskey en las rocas. Aquel lugar inundado por el humo del cigarrillo y el murmullo de las otras sombras que habitaban aquel lugar y que lo convertían hermosamente en un museo de la vergüenza y la resignación, pensó también en Margarita.

A diferencia de Rey, Domínguez conocía menos a Margarita, le parecía más lejana. Siempre existió distancia entre ellos, esa distancia, ese puente roto que representaba Rey, y que los separaría siempre. El sentimiento de Domínguez hacia Margarita era triste y fraternal, un sentimiento de protección que proyectaba desde lejos, y muchas veces sintió rabia contra Rey, pues este siempre quiso descifrarla, llegarla  a conocer profundamente, mientras que a Domínguez Margarita le despertaba una especie de horror sagrado, de reliquia intocable y hermosa, a la que el menor roce del viento podría mancillar.

Repentinamente se sintió presente en aquella noche, rígido, espantado y como fuera del tiempo, aquella noche de mayo diez años atrás. Con pereza aspiraba el cigarrillo en la terraza de su casa y vio como la policía se acercaba. Verlos a aquellas horas de la madrugada despertó su interés y los siguió con la vista. Vio como cruzaban por el callejón y sintió la necesidad de seguirlos. De inmediato, al verlos entrar en casa de Margarita supo que algo terrible había sucedido.

Las imágenes posteriores son indignas de todo lo acontecido, pues son las mismas que se dan en esos casos, las típicas, los pobres gestos del padre de Margarita en el que la desesperación se dibujaba en su cara, luego el romper del llanto, el exclamar gritos desesperados e inútiles. El odio se apoderó de él pues sabía de los maltratos que éste abatía sobre ella. <<¿Por qué tanta hipocresía? ¿Para qué ahora el arrepentimiento?>> pensaba Domínguez al verlo. Aun ahora en el café Diéguez, recordar aquello le provocaba un tibio odio.

Aún recostado sobre aquella verja azul Rey pensó que definitivamente no encontraría una explicación a lo que le sucedía en los libros de una biblioteca, y que todo lo que él buscaba y le atormentaba estaba realmente enterrado en las palabras de Margarita. Esas palabras que quedaron plasmadas en los restos de esas cartas que trataron de ser destruidas a través del fuego. Allí quedó plasmada ella, y allí se fundieron los cimientos de su delirio. En esas pocas palabras que hicieron a Rey perder la razón y vagar por la vida sin rumbo alguno por diez años, como hipnotizado en los sueños del pasado, en las palabras que le revelaron el mal y que le desfiguraron el rostro, que le hicieron agachar la mirada, huir del contacto humano y evocar tiempos pasados en los que el verdadero paraíso le fue arrebatado en un baldío y que la mujer que era su jardín del Edén realmente era el alma más atormentada que pudo conocer. Sensible y cariñosa como fue con él, prodigándole una bondad sin pretensiones, sus caricias fueron construyendo en él la creencia de un mundo idealizado. Todo se destruyó y fue arrasado por el fuego de su muerte y las cenizas volando por el viento de aquellas cartas que no se destruyeron por una extraña magia del destino. La cifra de su sufrimiento estaba en aquella noche, el momento verdadero en el que la locura le arrebató el mundo que todo hombre vive o cree vivir, diez años de vacío y de terror al mal. Todo surgió a la muerte de Margarita. Y por más que se esforzaba Rey no lograba recordar plenamente los hechos de aquella noche. Recordaba ver su cuerpo tendido boca abajo entre la hierba alta del baldío con los ojos entreabiertos y la voz del policía preguntándole “¿La reconoce?” y tendiéndole un papel escrito con la letra de Margarita “Rey Olabarria Maria Goretti, teléfono 354…”

 

–Se acerca el invierno.

– ¿Cómo lo sabes Margarita? –Preguntó Rey.

–El viento sopla fuerte y las hormigas andan buscando comida para largo tiempo; ¿ves?

–Sí, pero a mí me parece que siempre hacen lo mismo, que andan por allí ensimismadas en su mundo y nosotros les importamos un carajo.

Margarita volteó su rostro, sonrió levemente y dijo:

–Ves, es por eso que tú no te das cuenta de las cosas, realmente no observas lo que sucede a tu alrededor, mira las aves que andan por allí, los hombres que caminan por la calle, cada uno tiene su historia, una razón por la que va de un lugar a otro.

– ¿Las aves también?

–todos los seres vivos tienen una razón por la que desean vivir, un verdadero impulso que les mueve, y únicamente razones muy oscuras pueden llevarlos a desear la muerte, a dejar de desear existir.

En ese momento Rey sintió el trozo de papel que llevaba en el bolsillo de su abrigo. Con sus manos húmedas y frías lo abrió y trató de leerlo pegado a la verja ayudado por la luz amarillenta que siempre lo acompañaba. Era un papel muy viejo y maltratado, casi destruido por el fuego e imposible de leer en algunas partes ennegrecidas.

“1 de diciembre de 197[…]

[…] y entonces la verdadera justicia era ver al muchacho frente al portón metálico que desciende como persiana a las cinco de la tarde, verlo y saber que él es él, que está allí y que lleva días allí, y que seguirá estándolo aún cuando cruce la esquina, y que el pegamento que inhala lo encontrará donde sea porque aquí encuentras lo que sea. Porque el odio está en esa esquina y sin saberlo se acumula y entra en la vida, se encarna y “desciende”. Es esa la verdadera justicia, detenerse un momento en esa esquina y saber que el muchacho está allí, viéndome sin realmente verme, con los ojos húmedos de olvido forzado, de tristeza enterrada cinco metros bajo tierra. Es un camino, el olor de ese pegamento es, al menos, la señal de un camino. El camino que marca la retirada, la huida, y el mal está más cerca mientras más se le huye, y lo abraza al muchacho en cada inhalada de pegamento. Pobre diablo, don nadie, absurdo viviente, muchacho sin camisa, tirado en la esquina, corriendo contra mí, contra todos, contra la vida, huyendo de esta vida en la que se compra la muerte a tan bajo […]

 

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