Gabriela Carrera/Corresponsal/
Tengo 26 años, soy mujer, politóloga (recién graduada, ¡al fin!), vivo en Ciudad de Guatemala y hasta este año abrí un perfil en Facebook. Aunque usted no lo crea, lector o lectora. Por años me perdí fiestas, recordatorios útiles de cumpleaños, reuniones de la clase del colegio y en general el devenir de (casi toda la) gente que conozco a través de sus fotos, de sus estados diarios, de cómo su manera de pensar iba cambiando y un largo “etcétera”, tan largo como las opciones que Facebook fue dando a sus usuarios.
Yo, antes de ser un perfil o la respuesta al “¿y por qué no tenés Facebook?”
El tiempo de la tecnología me desbordó, eso es cierto. Me recuerdo en la universidad cuando en segundo año ya todos hablaban de Facebook y yo ni enterada de lo que era. Si me preguntan tuve una experiencia rara con el antiguo Hi5 y quedé un poco hastiada de estar pegada a la computadora. Ya el Messenger y los chats eran suficientes, nunca me enteré de los blogs y mantenerme horas en la computadora nomás navegando ya no era una prioridad (sobre todo cuando tenía que hacer cola para utilizarla). Para cuando Facebook era toda una institución social, yo estaba más perdida entre las clásicas libretitas y mandando papelitos durante las clases para saber qué se hacían los amigos en la tarde. Súper old school.
Mucho cambio: te mando un inbox, postea tal cosa en tu timeline, te tagueó no sé quién… Las invitaciones ya no se hacían por correo y contar los chismes tampoco. Los problemas de pareja pasaron al plano virtual, y yo sin tener un perfil, estuve metida en un problema que no lograba entender a cabalidad. Me dijeron que aparecía en una foto con alguien y que una chava se había puesto algo enojada, yo ni la foto he visto hasta este momento.
Me preguntaban por qué no tenía Facebook y algunos hasta se atrevían a preguntar si era por un argumento político contra-sistema, como aquellos que no comen Mcnuggets porque es cocina chatarra imperialista. No era mi caso. Solo respondía que no me interesaba, que podía llevar bien la vida sin tener un perfil y sin que todos supieran dónde estuve, cuándo y con quién. Esa manera de control es algo asfixiante, me parecía.
Entré al Twitter…
Un amigo me abrió una cuenta en Twitter, él dijo que me iba a gustar. Al principio no lo entendía y me parecía absurdo que en 140 caracteres se podía decir algo, o al menos algo interesante. Lo dejé olvidado seis meses y después me di una segunda oportunidad. ¡Me encantó! Existía una diferencia imprescindible para el goce del Twitter: el smartphone. Si me siento a la computadora y abro mi cuenta de Twitter, no le encuentro la gracia. Pero en cualquier lado que estoy, está conmigo mi celular, veo-escucho-pienso algo y puedo escribirlo en ese momento. Fue descubrir que las redes sociales no solo estaban en un ámbito cerrado, las redes sociales tenían -a un caro plan de datos-, la posibilidad de ir conmigo a cualquier lugar.
Entendí la lógica, aprendí el propio lenguaje tuitero (me costó mucho el hashtag) y comencé a tuitear. De ahí he conocido personas, aventado propuestas, y me he animado, en una limitada comunidad virtual a decir lo que pienso, y hacerme responsable por ello.
Pero nadie está preparado para el Facebook
Aún así, dar el salto al Facebook no era lo que yo pensaba. Luego del Twitter, pensé que Facebook era más o menos lo mismo. Creo que no lo es: la primera vez que abrí mi perfil, muchos me preguntaron si era realmente yo, que qué mosco me había picado, me dieron bienvenidas y vi gente que aún tengo dudas de dónde las conozco. Todos tenían la posibilidad de verme, de contactarme, a la velocidad de un click. Me sentí observada, “un panóptico”, me dijo alguien.
Luego vino el redescubrirme, es decir, yo ya existía en Facebook. Muchos amigos y amigas habían subido fotos en las que aparecía, de hace más de cinco años. Algunas no sabía que existían o eran de lugares que no recordaba haber visitado. Primera reacción: extrañeza. ¿Cómo era posible que yo estuviera en Facebook sin mi consentimiento? Fue una sensación extraña, me gustaba verme en unas fotos que daban cuenta de buenos momentos, pero al mismo tiempo, ya existía en una realidad en la que no existía conscientemente.
Todavía hoy, luego de un poco más de dos meses de existir en esa realidad, me sigo dando cuenta de lo mucho que las personas ponemos en nuestras “biografías”. Y pienso que no me gustaría que la historia me recuerde con un “tengo hueva”. Me convencí que la vida se pasa frente a una computadora o un teléfono, cuando lo realmente interesante está pasando del otro lado de la pantalla. Mi biografía o mi línea del tiempo no es la que existe en Facebook, no estoy obligada a subir fotos, a mostrar lo más íntimo que tengo, porque eso lo reservo para la vida real.
Facebook es para mí, un medio de comunicación que se expande a una red gigante de personas que conozco, que me da mucho gusto encontrarme y saludar, además de no perderles la pista. Pero es lo que es, con sus limitantes, y sobre todo sin la posibilidad de reemplazar al humano junto con sus relaciones. ¿Modificarlas? Tal vez, pero creo que esa es una tarea de quién lo usa y no de quien lo diseña. Yo uso Facebook y espero que Facebook no me use a mí, en la medida de lo posible.
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