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Gabriel Reyes Silva/ Opinión/

Si bien la denodada epopeya de la plaza es un fenómeno que danza entre la matriz de un cambio que en su inminente necesidad explotó en la cara de un país que nadaba en la desesperanza, responde a lo que Talcott Parsons denominaría como un desequilibrio en el sistema. Como una alteración que desencadenó una serie de eventos desafortunados dentro del sistema político, que le impidió cumplir con su mandato filosófico y sobretodo con el producto esperado de la construcción del régimen. Es por eso que el discurso erupcionado en el hashtag #EsElSistema resbala en la línea de un acierto a medias.

Si bien el sistema (político) presenta una herida abierta, que sangra a razón de la infección que padece, pensar en desechar todo el cuerpo y cambiarlo por uno nuevo desconocido, suena igual de descabellado que no hacer nada.

Identificar entonces la enfermedad a partir de un síntoma, ha convertido en desechable el ‘sistema completo’ sin entender que el sistema, en términos de William Mitchell, es un complejo sistema de partes o elementos interdependientes que son todos distintos entre sí, y que por lo tanto, es prioridad para lo que es importante conocer la diferenciación que hace David Easton de un sistema político de los demás sistemas. Easton apunta que la diferencia radica principalmente en su función principal: ‘seleccionar los fines colectivos de la sociedad, al movilizar los recursos necesarios para su logro, así como la adopción de las decisiones sociales.’ Es evidente entonces que el sistema político tiene fallos severos en algunos de sus elementos interdependientes que provocan que sea, a grosso modo, incapaz de desempeñar su función principal.

Luego de hacer la reducción, para comprender que el sistema es un espectro global y que el trillado ‘es el sistema’ debe responder más a la descomposición de sus partes para entender que ‘son algunos de sus elementos’, habrá que proceder a identificar si dichos elementos son: (a) partes del régimen, que como variable dependiente es modificable, o (b) producto de comportamientos enraizados en una especie de inconsciente colectivo o efectos de la cultura política, o lo que Fernando Gil Villa denominara como ‘cultura de la corrupción.’ En mi papel de politólogo me compete evaluar el carácter del régimen y su impacto en la institucionalidad, y es desde esa perspectiva, si los movimientos de la plaza deben empezar a considerar la reorientación de su papel como actores políticamente relevantes.

Para dicho propósito, identificar los sectores donde las tuercas del sistema necesitan aceitarse, es fundamental.

Bien han hecho sectores organizados de sociedad civil, junto con CICIG, para determinar las diversas reformas necesarias al paquete de reglas, claro, dentro del sistema. El discurso anti sistema de la plaza es, para efectos de la institucionalidad y de la necesidad de enfocarse puntualmente en introducir como vacuna los cambios y reformas al régimen, hasta peligroso. Querer ver el sistema desde una perspectiva espacial, resulta más fácil que el esfuerzo de descomponerlo en sus partes, más no necesariamente facilita su proceso de reorganización en pos de garantizar su capacidad de funcionar y de acceder a los cambios estructurales que son a todas luces necesarios.

Hay que poner en claro que el modelo de reclutamiento del Estado a través de la Ley de Servicio Civil, el modelo de reclutamiento democrático que opera a través de la Ley Electoral y de Partidos Políticos y del sub sistema de Partidos Políticos como agente fundamental de cualquier democracia institucionalizada, es la razón del comportamiento de sociedad civil, desde cualquiera de sus espacios, incluso la plaza. Los movimientos anti-sistema son de preferencia, medidas in extremis que rascan su inviabilidad. Habremos de ser democráticos aun cuando la noche es más oscura.

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