Jeanny Chapeta/
La mera verdad es que Pepe ya me tenía a (…). La mejor decoración de la iglesia era suya; los mejores arreglos, suyos; el mejor altar, suyo; los trajes más deahuevo, suyos; los zapatos más bonitos, suyos. No había nada que no presumiera ese maldito. Que cómo se anudaba la corbata, que cómo le iba en el trabajo, que si su novia estaba más buena que la de nosotros, que si su carro corría más tuanis que el de cualquiera. Ese (…) discursito todo el tiempo. Y lo peor es que tenía razón. La mera verdad lo tenía todo y lo rascaba a uno saberlo. Feo era tenerle envidia.
Pero perfecto no era y supongo que todos sabíamos que tenía el talón de Aquiles en el hombro derecho. Cuando patojito (seguro queriendo bajar las mejores guayabas) se cayó de un palo y se rompió todo. Al sanar, el brazo le quedó mero desnivelado y ya nunca se le compuso. No se veía raro, pero no podía ni apoyarse la bolsa del mercado al hombro sin sufrir. Hasta para estar descompuesto servía porque no se le echaba de ver.
Nos contó que había tratado de hacer fuerte su brazo y que no había podido. Que el doctor le dijo que dejara de tratar, porque se iba a terminar rompiendo el lado bueno. Y su lado bueno le servía. Vaya sí le servía. Como tres generaciones de su familia habían colaborado durante todo el año todos los años con la sacrosanta iglesia y cargado la procesión del Cristo Sepultado. Turno setenta y siete, seis de la tarde, turno de honor frente a la Catedral. Y él era el heredero. Tata cucurucho; abuelo cucurucho; los mejores cucuruchos y los del turno de honor. Así lo conocimos. Patojito y ya fornido, bien parado, listo para meter su hombro bueno en el turno setenta y siete. Con la aprobación de su viejo. Atrás de mí iba. Siempre fue más alto. Pero por poquito. Y oraba con aquel fervor. Ya sentía uno al Señor a su lado. Rezaba y cargaba con devoción, aunque al salir del anda, parecía chivito recién parido, con las patas temblorosas y la cara apretada de sudor. Porque le dolía. Pero se aguantaba como macho. Aunque no le dolió para siempre. Un par de años se propuso cargar en todas las procesiones y así le agarró el modo al hombro y se llenó de conocidos. Conocidos, porque eso sí, amigos nunca le vi uno. Aunque con las viejas era otro el rollo.
-Mirá papaito. ¿Cómo se llama ese tu amigo? ¡Ah! es que da gusto verlo. Qué bonito. Así deberían ser todos ustedes, mirá. El traje limpio, saber cuánto le habrá costado, los zapatos brillantes. Qué porte el de ese patojo. Y se mira que ora con aquel cariño que ya te lo quisiera ver yo.
Y así como a mí, estoy seguro que a los demás se los decían sus mamás. O sus tías. O sus abuelas. Siempre hay alguien dispuesto a romperle a uno el orgullo comparándolo con otra persona.
La cosa es que me harté. De ver viejas suspirándole siempre. De oírlo después de cargar contándonos lo (…) que le había ido en el año. De ir adelante de él por chaparro. De ser menos que él.
Inevitablemente se vino la semana Santa. El Viernes Santo. El turno. Hacía media hora estábamos parados esperando por la procesión. Oyendo a Pepe. Llenos los cachetes de la envidia y parados, hipócritas, sonriéndole.
Vimos venir la procesión. Impresionante. Llegaba con el ocaso. Siempre a tiempo. Siempre hermosa. Para el turno más hermoso. Para el hombro más hermoso. El del Pepe.
El sol bajaba, lento, gracioso, cayendo sobre los techos con sus últimas lágrimas de oro. Los músicos comenzaron la melodía más triste. Salieron los cargadores, colocando las horquillas en lo que nosotros nos acomodábamos. Redoble de tambores. Clarinetes agudos y tristes. El sol dejó ir un último guiño, y se encendieron los postes de luz.
Tocaron el anda como quien toca una puerta, avisándonos que ya era hora de meter el hombro. Tomé mi horquilla y cuando vi a Pepe meter el hombro, la solté sin meter el mío.
Estoy seguro de no haber sido el único. Estoy seguro de haber escuchado un crujido espantoso salir del cuerpo de Pepe y la procesión balancearse y eso no lo pudo haber causado la falta de un hombre. Mínimo, quitamos el hombro unos diez. Seguro el padre lo vio y otros también. Yo digo porque escuchamos un “¡UY!” que se extendió en lo que volvíamos a poner las horquillas. A Pepe le dio tiempo de salir caminando un par de pasos, antes de desmayarse. Ni modo que no fuera perfecto para morirse.
Dicen que se le quebró la clavícula. Oímos que no va a volver a cargar. Y no sé si siento culpa, fijate vos, pero ya no podía con el secreto. Quiero ir con el Padre y qué me diga qué hago. Contarle que el Pepe tuvo la culpa. ¿Quién lo mandaba a ser tan creído al (….), pues?
Ahora falta ver en cuántos Padres nuestros me sale limpiarme la conciencia.
*Versión censurada