Ernesto Sabato

De Abaddón, el Exterminador, 1974.

LUNES A LA NOCHE

Pasé un día muy malo, querido B., me están suce­diendo cosas que no puedo explicar, pero mientras tanto y por eso mismo trato de aferrarme a este uni­verso diurno de las ideas. ¡La tentación del universo platónico! Más grande es el tumulto interior, más tre­mendas son las presiones que nos acosan, más nos sentimos inclinados a buscar un orden en las ideas. Siempre me pasó eso, pero debería decir que siempre pasa eso. Fíjate en el célebre griego armonioso con que nos llenaron la cabeza en el colegio secundario: es un invento del siglo XVIII, y forma parte de ese arsenal de los lugares comunes en que encontrarás también la flema de los británicos y el espíritu de medida de los franceses. Las mortíferas y angustiosas tragedias griegas bastarían para aniquilar esa tonte­ría si no tuviéramos pruebas más filosóficas, y parti­cularmente la invención del platonismo. Cada uno bus­ca lo que no tiene, y si Sócrates busca la Razón es precisamente porque la necesita con urgencia contra sus pasiones: todos los vicios se leían en su cara, ¿re­cordás? Sócrates inventó la, Razón porque era un insensato y Platón repudió al arte porque era un poeta. ¡Lindos antecedentes para estos propiciadores del Principio de Contradicción! Como ves, la lógica no sirve ni para sus inventores.

Conozco bien esa tentación platónica, y no porque me la hayan contado. La sufrí primero cuando era un adolescente, cuando me encontré solo, masturbándome en una realidad sucia y perversa. Entonces descubrí ese paraíso, como alguien que se ha arrastrado por un estercolero encuentra un transparente lago donde limpiarse. Y muchos años más tarde, cuando en Bru­selas pensé que la tierra se abría bajo mis pies, cuando aquel muchacho francés que después moriría en manos de la Gestapo me confesó los horrores del stalinismo. Huí a París, donde no sólo pasé hambre y frío en el invierno de 1934 sino la desolación. Hasta que encontré a aquel portero de la École Normale de la rue d’Ulm que me hizo dormir en su cama. Cada noche tenía que entrar por una ventana. Robé enton­ces en Gibert un tratado de cálculo infinitesimal, y todavía recuerdo el momento en que mientras tomaba un café caliente abrí temblorosamente el libro, como quien entra en un silencioso santuario después de haber escapado, sucio y hambriento, de una ciudad saqueada y devastada por los bárbaros. Aquellos
teo­remas fueron recogiéndome como delicadas enferme­ras recogen el cuerpo de alguien que puede tener quebrada la columna vertebral. Y, poco a poco, por entre las grietas de mi espíritu destrozado, empecé a vislumbrar las bellas y graves torres.

Permanecí en aquel reducto del silencio mucho tiempo. Hasta que me descubrí un día escuchando (no oyendo, sino escuchando, ansiosamente escuchando) el rumor de los hombres, allá fuera. Empezaba a sen­tir la nostalgia de la sangre y de la suciedad, porque es la única forma en que podemos sentir la vida. Y qué puede reemplazar a la vida, aun con su pena y su finitud? Quiénes y cuántos se suicidaron en los campos de concentración?

Así estamos hechos, así pasamos de un extremo al otro. Y en estos amargos tiempos finales de mi exis­tencia, en varias ocasiones volvió a tentarme aquel territorio absoluto, jamás pude ver un observatorio sin sentir la inversa nostalgia del orden y la pureza. Y aunque no deserté de esta batalla con mis mons­truos, aunque no cedí a la tentación de reingresar a un observatorio como un guerrero a un convento, a veces lo hice vergonzosamente, refugiándome en las ideas sobre la ficción: a medio camino entre el furor de la sangre y el convento.

SÁBADO

Me hablás de eso que salió en la revista colombiana. Es el género de calamidades que un día te harán caer los brazos con desaliento o gritar con indignación. Son los escombros de la entrevista. Extirpada la más im­portante parte de mis ideas, nada tiene que ver con­migo. Sabes lo que hicimos una vez con mi amigo Itzigsohn, en mis tiempos de estudiante? Una refu­tación de Marx con frases de Marx.

Por lo que veo, estás atravesando una crisis por cuestiones que hoy se plantea la literatura latinoame­ricana. Y, ya que me lo preguntás, debo rectificar las casi cómicas afirmaciones que allí aparezco balbu­ceando. He dicho siempre que las novedades de forma no son indispensables para una obra artísticamente revolucionaria, como lo demuestra el ejemplo de Kaf­ka; y que tampoco bastan, como lo demuestra tanta cosa cometida por manipuladores de signos de pun­tuación y técnicas de encuadernación. Quizá no sea desacertado comparar la obra literaria con el ajedrez: con las remanidas piezas de siempre, un genio lo re­nueva. Es la obra entera de K. lo que constituye un nuevo lenguaje, no su clásico vocabulario y su apacible sintaxis.

¿Leíste el libro de Janouch? Deberías leerlo, porque en épocas de chantapufismo como ésta conviene volver de vez en cuando la mirada a santos como K. o Van Gogh: no te engañarán nunca, te ayudarán a endere­zar tu rumbo, te obligarán (moralmente) a retomar una actitud grave. En una de esas conversaciones, K. le habla a Janouch del virtuoso, que se eleva por enci­ma del tema con facilidad de prestidigitador. Pero la genuina obra de arte, le advierte, no es un acto de virtuosismo sino un nacimiento. Y cómo podría ha­blarse de una parturienta que pare con virtuosismo? Eso es patrimonio de comediantes, que parten del punto en que el verdadero artista se detiene. Esos individuos, sostiene, conjuran con palabras una ma­gia de salón; mientras que un gran poeta no trafica con las emociones: sufre la visionaria tensión del hombre con su destino.

Estas advertencias son aún más convenientes para nosotros, los españoles y los latinoamericanos, siem­pre propensos al verbalismo y el macaneo. ¿Recordás cuando Mairena ironiza sobre “los eventos consuetu­dinarios que acontecen en la rúa”? Ahora suelen re­aparecer con el cuento de la vanguardia. Borges, que no puede ser sospechado de desdeñar el idioma, dice de Lugones que “su genio fue eminentemente verbal”, y el contexto revela el sentido peyorativo de esa valo­ración. Y de Quevedo, que “fue el mas grande artífice de la lengua”, para agregar “pero Cervantes. . .”, así, con tres melancólicos puntos suspensivos. Si tenés presente que él ha buscado durante días el epíteto óptimo (lo ha declarado), concluirás conmigo que en esas confutaciones hay mucho de dolorosa autocrítica, por lo menos al preciosismo que en él convive al lado de sus virtudes; tendencias que precisamente son las que elogian (y caricaturizan) sus imitadores, cuando él mismo las está rebajando en esas laterales lamen­taciones. Es que un gran escritor no es un artífice de la palabra sino un gran hombre que escribe y él lo sabe. Si no, cómo preferir el bárbaro Cervantes al virtuoso Quevedo?

Machado admiró en su hora a Darío, al que calificó de maestro incomparable de la forma, para años des­pués llamarlo “gran poeta y gran corruptor”, por la nefasta influencia que tuvo sobre los papanatas que sólo mostraron y multiplicaron sus defectos. Hasta llegar al frenesí verbal, a la hinchazón grotesca y a la caricatura: que es el castigo que el dios de la lite­ratura tiene para esos escolares. Pensá en Vargas Vila, en su delirante fonorrea: el descendiente tarado de un fundador de dinastía.

Hay una reiterada dialéctica entre la vida y el arte, entre la verdad y el artificio. Una manifestación de aquella enantiodromia de Heráclito: todo marcha hacia su contrario en el mundo del espíritu. Y cuando la literatura se vuelve peligrosamente literaria, cuando los grandes creadores son suplantados por manipula­dores de vocablos, cuando la gran magia se convierte en magia de music-hall, sobreviene un impulso vital que la salva de la muerte. Cada vez que Bizancio ame­naza terminar con el arte por exceso de sofisticación, son los bárbaros los que vienen en su ayuda: los de la periferia, como Hemingway, o los autóctonos, como Céline: tipos que entran a caballo, con sus lanzas en­sangrentadas, en los salones donde marqueses empol­vados bailan el minué.

No. ¿Cómo habría podido cometer las precariedades de ese reportaje? No negué la renovación del arte: di­je que debemos ponernos en guardia contra varias fa­lacias, y sobre todo contra el calificativo de “nuevo”, probablemente el que más semantemas falsos acarrea. En el arte no hay progreso en el sentido que existe para la ciencia. Nuestra matemática es superior a la de Pitágoras, pero nuestra escultura no es “mejor” que la de Ramsés II. Proust hace una caricatura de una mujer que de puro avanzada consideraba que Debussy era mejor que Beethoven, nada más que porque llegó después. En el arte no hay tanto pro­greso corno ciclos, ciclos que responden a una concep­ción del mundo y de la existencia. Los egipcios no esculpían esas monumentales estatuas geométricas porque fueran incapaces de naturalismo; como lo prueban las figuras de esclavos encontradas en las tumbas; es que para ellos “la verdadera realidad” era la del más allá, donde el tiempo no existe, y lo que más se parece a la eternidad es la hierática geometría. Imaginá el momento en que Piero della Francesca introduce la proporción y la perspectiva: no es un “progreso” respecto al arte religioso: es nada más que la manifestación del espíritu burgués, para el cual “la verdadera realidad” es la de este mundo, el espí­ritu de gente que cree más en un pagaré que en una misa, en un ingeniero más que en un teólogo.

De ahí el peligro de la palabra “vanguardia” en el arte, sobre todo cuando se la aplica a estrictos pro­blemas de forma. ¿Qué sentido tiene decir que la es­cultura naturalista de los griegos es un progreso respecto a aquellas estatuas geométricas? Por el con­trario, en el arte suele darse que lo antiguo resulta de pronto revolucionario, como pasó en la Europa hiper­civilizada con el arte negro o polinesio. Atención, pues, con ese fetichismo de lo “nuevo”. Cada cultura tiene un sentido de la realidad, y dentro de ese ciclo cultural, cada artista. Lo nuevo para Kafka no es lo que .por nuevo entendía John dos Passos. Cada creador debe buscar y encontrar su propio instrumento, el que le permite decir realmente su verdad, su visión del mun­do. Y aunque inevitablemente todo arte se construye sobre el arte que lo ha precedido, si el creador es genuino hará lo que le es propio, a veces con empe­cinamiento casi risible para los que siguen las modas. No te hagas mala sangre: eso rige para vestidos o peinados, no para novelas o catedrales. Sucede, tam­bién, que es más fácil advertir lo novedoso en lo ex­terno, por lo cual impresionó más John dos Passos que Kafka. Pero, como te dije, es la obra entera de K. lo que constituyó un nuevo lenguaje. Ya en aquel ro­manticismo alemán hubo un teólogo llamado Schleier­macher, que consideraba la adivinación del conjunto como previa al examen de las partes, que es más o menos lo que ahora dicen los estructuralistas. Es la totalidad lo que le confiere un sentido nuevo a cada frase y hasta a cada palabra. Alguien observó que cuando Baudelaire escribe “En otra parte, muy lejos de aquí!”, un vocablo como “aquí” escapa a su trivia­lidad en la perspectiva que Baudelaire tiene de la con­dición terrenal del hombre; el signo vacío, en aparien­cia desprovisto de vocación poética, es valorizado por el aura estilística de la obra entera. Y en cuanto a K., basta pensar en las infinitas reverberaciones metafísi­cas y teológicas que hace emanar de una palabra tan desgastada, de un cliché de procuradores como “pro­ceso”…

No es entonces que no acepte las novedades: no acepto que me metan el perro, que no es lo mismo. Y además sucede que cada día menos soporto la frivoli­dad en el arte, y sobre todo cuando se lo mezcla con la Revolución. (Observá, de paso, que las palabras suelen empezar en mayúscula, la triste experiencia las rebaja a la minúscula, para terminar finalmente, a más tristes experiencias, entre comillas.) Que una mujer esté a la moda, es natural; que lo haga un ar­tista, es abominable.

Mirá lo que pasa en la plástica. Con dramáticas excepciones, se ha convertido en un arte de elites en el peor sentido, en una especie de irónico rococó seme­jante al que dominaba los salones del siglo XVII. Es decir, lejos de ser un arte de vanguardia es un ar­te de retaguardia. Y, como siempre sucede en esas condiciones, un arte menor: sirve para divertir, para pasar el rato, entre guiñadas de los que es­tán en la cosa. En aquellos salones se reunían señores hartos de la vida, para chismorrear y
pa­ra tomarlo todo en joda. Se elaboraban acrósticos ingeniosos, epigramas y juegos de palabras, parodias de la Eneida, se proponían temas y había que hacer versos. Una vez se hicieron 27 sonetos sobre la (hipo­tética) muerte de un loro. Una actividad que es al gran arte como los fuegos artificiales al incendio de un orfanato. Musique de table, nada que perturbara la digestión. La gravedad era ridiculizada, el ingenio suplantaba al genio, que siempre es de mal gusto. Mientras la pobre gente se moría de hambre o era torturada en las mazmorras, un arte de esa natura­leza sólo puede ser considerado como una perversidad del espíritu y putrefacta decadencia. Hay que decir en defensa de aquella raza, sin embargo, que no se consideraban paladines de la Revolución que se venía. Hasta en eso tenían buen gusto, lo que no puede de­cirse de los que hoy hacen lo mismo. Aquí, sin ir más lejos, en Buenos Aires, jóvenes que se pretenden re­volucionarios (que al menos se pretendían en ese mo­mento: es probable que ya tengan buenos empleos y se hayan casado honorablemente) recibieron con al­borozo el proyecto de una novela que podría leerse de adelante para atrás o de atrás para adelante. Hablan de las masas y de las villas miseria, pero, como aquellos marqueses, son podridos y decadentes exquisitos. En la última bienal de Venecia alguien expuso un mongoloide en una silla sobre una tarima. Cuando se llega a esos extremos, se comprende que nuestra ente­ra civilización se derrumba.

Ya ves contra qué clase de novedades hablé con ese señor de la entrevista. Creyó que era un reaccionario porque tenía ganas de vomitar. Pero es frente a esta Academia de la Antiacademia cuando necesitarás quizá recurrir de nuevo a ese coraje de que te hablé desde el comienzo, fortaleciéndote con el recuerdo de los grandes desventurados del arte, como Van Gogh, que sufrieron el castigo de la soledad por su rebeldía, mientras estos seudorrebeldes son mimados por las revistas especializadas, viven fastuosamente a costa del pobre burgués que insultan y fomentados por esa sociedad de consumo que pretenden combatir y de la que terminan siendo sus decoradores.

Entonces se reirán de vos. Pero vos mantenete fir­me y recordá que “ce qui paraîtra bientôt le plus vieux c’est qui d’abord aura paru le plus moderne”.

De este modo quizá no seas un escritor de tu tiem­pito, pero serás un artista de tu Tiempo, de Apocalipsis del que de alguna manera deberás dejar tu testi­monio, para salvar tu alma. La novela se sitúa entre el comienzo de los tiempos modernos y su fin, corrien­do paralelamente a la creciente profanación (¡qué sig­nificativa palabra!) de la criatura humana, a este pa­voroso proceso de desmitificación del mundo. Y por eso terminan en la esterilidad los intentos de juzgar la novela de hoy en términos estrechamente formales: hay que situarla en esta formidable crisis total del hombre, en función de este gigantesco arco que em­pieza con el cristianismo. Porque sin el cristianismo no habría existido la conciencia intranquila, sin la técnica que caracteriza a estos tiempos modernos no habría habido ni desacralización ni inseguridad cós­mica ni soledad ni alienación. De este modo, Europa inyectó en el relato legendario o en la simple aven­tura épica la inquietud psicológica y metafísica, para producir un género nuevo (ahora sí que debemos em­plear ese calificativo!) que tendría como destino la revelación de un territorio fantástico: la conciencia del hombre.

Dijo Jaspers que los grandes dramaturgos griegos ofrecían un saber trágico, que no sólo emocionaba a  sus espectadores sino que los transformaba, convir­tiéndose así en educadores de su pueblo. Pero luego, sostiene, ese saber trágico se transmutó en fenómeno estético, y tanto el poeta como su auditorio abando­naron su grave actitud primigenia para proporcionar imágenes sin sangre. Esto no es cierto, porque una obra como El Proceso no es menos grave que Edi­po Rey. Pero es cierto, en cambio, para el arte que en cada momento de refinamiento se convirtió en sim­ple manifestación del esteticismo y del bizantinismo. Es a la luz de esta doctrina que debes enjuiciar la li­teratura de nuestro continente.

 

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