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Zaira Lainez/ INTRAPAZ/

¿Estamos destinadas a un tipo de vida por nacer mujeres (u hombres)?

El que hayamos nacido mujer u hombre, fue un asunto de azar. Durante la fecundación, fue determinante que el espermatozoide ganador aportara un cromosoma X o uno Y. El resto, no parece ser tan del azar.

Desde que nacemos mujeres, nos ponen los trajecitos rosados. Usualmente los accesorios son de esas tonalidades, con flores y animales tiernos. Los bebés hombres suelen portar colores más fuertes, figuras como carritos y animales como leones.

De niñas, nuestros juguetes son kits de cocina y costura. Nos dan muñecas para que las cuidemos como nuestros bebés (pareciera que nos preparan para el rol de mamá) y nos dan Barbies para jugar a tener mansiones, armarios a la moda, etcétera. Mirábamos películas de Disney en las que los personajes femeninos –siempre sensibles- llegaban a ser princesas y pareciera que el único fin de sus vidas era encontrar a su príncipe azul para vivir “felices por siempre”.

En la escuela recibíamos clases para el hogar, mientras que ellos, artes industriales. En los recreos, nosotras jugábamos avioncitos, yax, liga (el deporte solo lo hacían las machonas). Ellos hacían todo tipo de deporte, en sus casas jugaban videojuegos, jugaban en la calle y entraban a su casa a la hora que querían.

En nuestra adolescencia la sexualidad era un tabú y a la vez vergüenza: con nosotras mismas y frente los demás. ¡Qué traumático cuando nos vino la primera menstruación! ¡Qué pena cuando nos comenzaron a salir vellos y a crecer los pechos! Respecto a nuestros cuerpos, constantemente se nos repetía la importancia de ser puras, “limpias” (como lo opuesto a la suciedad), que nuestro cuerpo era el templo de santidades y el ejemplo a seguir era La Virgen María.

En cambio, la sexualidad para ellos fue una etapa de aventura y dar rienda suelta a ese “macho” que todos llevan dentro.

Circulaban revistas para adultos entre los pasillos del colegio. La masturbación se vivía como un juego divertido que se debía explorar. Algunos papás les llevaron a ver “teiboleras” y experimentar su primera vez con trabajadoras del sexo.

En las reuniones familiares, los hombres de la familia se sentaban en la mesa a esperar a que las mujeres sirvieran la comida. Mientras tanto, ellos hablaban de política y deporte.

En casa, eran los papás quienes tomaban las decisiones de la familia, quienes descansaban al llegar porque venían muy cansados, quienes aportaban el dinero. Las mamás nos insistían que no hiciéramos nada para no enojarles. Casi no les gustaba que el resto de la familia saliera sin ellos, pero ellos sí, de vez en cuando, salían a tomar unos tragos sin reclamo ni control alguno. A veces, cuando llegaban a casa, se vivía un cierto ambiente de tensión y miedo. El corte autoritario salía de repente.

De nuestras mamás se esperaba que fueran hogareñas, abnegación y entrega total a su familia, lo cual implicaba sacrificar sueños e intereses. Por eso, mejor si no trabajaban; además, en la calle cualquier hombre las podía seducir (no es que no confiaran en ellas, era por los hombres). Entonces nuestras mamás siempre dependieron del dinero que les daban y su gasto era controlado minuciosamente. Eran excelentes madres y esposas pero, ¿quiénes eran como personas individuales y mujeres

A nosotras nos costaba que nos dieran permiso de salir y tener novio. A nuestros hermanos, en cambio, les hacían porras para que tuvieran muchas novias (¡qué cabrón!). Algun@s compañer@s nos llamaban “fáciles” porque teníamos más amigos hombres y por nuestra forma de vestir o decisiones como besar o tener relaciones sexuales.

Al llegar a la universidad conocimos catedráticos que nos comían vivas con la mirada. Nada muy diferente al sentimiento producido por esas miradas y groseros comentarios que recibíamos en la calle por cualquier tipo (para ellos era algo natural o un chiste y estaban en su derecho porque ¡¿por qué les provocamos, pues?!). En nuestros trabajos, tuvimos que aguantar de jefes y compañeros, ser vistas como la “carnada” que ganaría el más “pilas” de la oficina. Nos teníamos que reír de sus bromitas, de los mal llamados piropos e insinuaciones sexuales.

Siempre vimos la publicidad y los programas de televisión con modelos de mujeres moldeadas bajo el ojo masculino. De ahí los estereotipos de mujer que nos motivábamos a seguir: delgadas, femeninas, delicadas.

En general, esperaban que nos casáramos a eso de los 25 años, tener hijos y que nuestros esposos nos mantuvieran bien económicamente. No pudimos ir a vivir solas porque eso nos haría ver mal o promiscuas. Además, las mujeres solamente salían de casa de sus papás, casadas.

En las relaciones de pareja siempre quisimos y nos esforzamos por vivir el ideal del amor, ese que todo lo puede y todo lo soporta. Nuestros novios nos protegían de otros que nos quisieran ver. Entonces, acoplábamos nuestra forma de vestir a sus sugerencias, ajustábamos nuestros horarios a los de ellos y  cambiamos el tiempo con nuestras amigas, familia o compañeros, por el tiempo con ellos (para que supieran que eran nuestra prioridad). También dejamos de hablarles a algunos amigos y para confirmarlo, podían entrar a nuestro correo.

A la vez, eran caballerosos (actuando como los fuertes y haciéndonos sentir que no éramos autosuficientes). Las relaciones sexuales ocurrían cuando ellos tenían ganas y como ellos deseaban. Pasado un tiempo, la declaración de compromiso llegaba cuando ellos querían y se sentían listos. Mientras tanto, nosotras esperábamos –como sujetas pasivas- a que nuestro ser amado marcara el rumbo de nuestras vidas. Luego nos casamos de blanco, simbolizando lo puras que debíamos llegar al altar. En fin…

En la sociedad que vivimos habían –hay y habrán- muchas expectativas de nosotras por haber nacido mujeres (en este caso, de la ciudad y de clase media). De no cumplirlas, quedaremos rezagadas a círculos de gente “rara” o desadaptada social.

 El feminismo, para mí, nace desde las experiencias de vida.

Primero las propias y luego de nuestras compañeras. No creo que exista alguna mujer que no haya pasado por al menos, un par de estas situaciones. Eso sí, se vive y se asume de distinta manera, dependiendo de nuestro punto de vista y de cómo le demos significado. Y cada una está en su derecho de vivir y asumirse como mejor lo prefiera de modo que sea feliz y viva con dignidad.

Sin embargo, el feminismo muchas veces es utilizado como un insulto o adjetivo peyorativo. Como sinónimo de exagerada y resentida (de plano ningún hombre le ha hecho entrada). Como descalificación se relaciona con ser transgresora, radical o lesbiana (¡y esto tampoco es nada “malo”!).

El feminismo NO ES LO CONTRARIO AL MACHISMO. No creemos que las mujeres sean superiores a los hombres o que tengamos que tener más privilegios. No peleamos contra los hombres. No los odiamos. Nos gustan los hombres,  tenemos compañeros y amigos.

 

Incluso, tengo la suerte de tener amigos que tienen conciencia feminista y se

atreven –valientemente- a cuestionar sus privilegios y formas de actuar.

Al ponerme los lentes del feminismo, puedo ver estas situaciones descritas como no normales ni naturales. No son mi destino. Puedo tomar mis propias decisiones sobre mi propia vida (claro, sin lastimar ni quebrantar la dignidad de nadie más). He aprendido a identificar desventajas e injusticias que sufrimos por haber nacido mujeres, porque el espermatozoide ganador portaba un cromosoma X y no uno Y. Puedo mostrar mi desacuerdo, dar mi opinión y nombrar estas situaciones: “VIOLENCIA”. Violencia contra nosotras, las mujeres.

Con los lentes del feminismo, no queremos ver un mundo donde las mujeres dominen a los hombres ni esperamos ser mejores que ellos. Queremos ver un mundo donde por nacer mujer nuestra vida no esté predeterminada y no tengamos que cumplir expectativas; donde nuestra dignidad no dependa del vestuario ni de la vida en pareja; donde nuestra presencia frente a hombres no nos convierta en animales silvestres que hay que cazar. Queremos un mundo donde el trabajo en casa sea compartido por igual y tengamos las mismas oportunidades; donde nuestra participación en espacios públicos no sea una concesión, sino un funcionamiento sano de la democracia y donde las relaciones de poder entre hombres y mujeres sean equilibradas.

Soñamos con un mundo en donde ser mujeres no nos dé miedo ni vergüenza, donde seamos capaces de tomar nuestras propias decisiones y no hayan limitaciones para ser personas y mujeres plenas, integrales, felices y con dignidad.

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