Mario Valdizón/

A Madelynne de León,
Villanovana-Jalpatagüense

Un día llegó y no quiso apartarse de mí. Nunca se dejó ver completamente y en parte, nunca quise verla; y hablo de ella en femenino porque solía sentir en su existencia ademanes propios y similares al de vastas féminas con la que he tenido placer o desdicha de tener contacto, además de parecerme una criatura de tal dulzura que solo un ente femenino lo podría albergar. La recuerdo junto a la puerta, aquella que daba de la sala a la terraza, o junto a los libros, y pensaba que era una extensa sombra que me permitía observar en ocasiones fragmentos de su silueta. Sacaba su cabeza, o lo que creía creer que lo era, cuando solía sentarme a escribir, o su mano. Me observaba, la sentía, pero nunca fue miedo, susto, temor lo que alguno de los dos experimentaba. Era un respeto al espacio, al tiempo, al pensamiento y a todo aquello que nos unía y nos diferenciaba. Por momentos fue calidez, la dulce calidez de la compañía, y cuando me veía reír, yo escuchaba que reía, cuando solía sonreír lograba sentir su sonrisa, cuando lograba llorar algo de ella me conmovía. Durante las noches, guardaba mis hojas, mis lápices, mis cuadernos y libros y me marchaba a dormir. Experimentaba los más crueles sueños, caer del espacio y estar durante la inmensidad del tiempo que se vive en el sueño observando la lejanía del suelo que se acercaba. Mi corazón se aceleraba y existía una falta de aliento, pánico, hasta que acercaba mi rostro hacía el suelo y despertaba justo antes del impacto. Otro consistía en gritarle a un hombre, al que no se le iluminaba el rostro, mientras que él sostenía una pistola. La acercaba a mi frente y la recorría. Vivía el frío metal de su arma deambulando por mi frente, y yo gritaba más, desesperado, palabras que no entendía, fonemas ininteligibles y balbuceos irrelevantes. El hombre sin rostro accionaba su arma justo cuando estaba en mi sien derecha (porque cada vez que se repetía el sueño el protocolo también era el mismo) y yo despertaba, por lo regular en medio de la noche, con un sudor frío sobre el pecho y espalda, y una luna que lo atestiguaba. Curiosamente siempre que experimentaba ese sueño en el cielo no encontraba estrellas. Una noche desperté con tal susto que le pregunté a ella si ahí estaba. En el silencio del cuarto no encontré señal suya. Le pregunté una vez más y creí que tal vez ella también dormía. Salí de mi cuarto y me senté sobre los sillones de la sala esperando sentir rastros de ella. Pero no la sentía, por ningún lado. Me levanté y busqué entre mis hojas un poema que ese mismo día había escrito. Regresé a la sala y me senté para empezar a leerlo:

Por dónde andas
Lejana
Distante
Luchando con el olvido
Acaso alguien te acompaña
Juntando sus labios a tu oído

Logré observar un pequeño rastro de su negra y traslucida sustancia nacer de la puerta continua que daba a la terraza. Era ella que se acercaba, mientras continuaba leyéndole poesía:

Y tan solo me queda el suspiro
Las uñas que rasgan las costuras
Aún sueño con las sombras que se encuentran
Con las manos que se juntan

Me detuve por un momento, y la sentí contenta. Aquella pequeña porción de su ser aún seguía debajo del marco de la puerta y yo por un momento me sentí con más vida:

Pero puede que estés cercana
Acompañándome dulcemente en el silencio
Tal vez la verdadera tú
Es que aquella que encuentro
En los pasos
Voces
Y miradas
Y aquel cuerpo tuyo que no me acompaña
No es lo indispensable
No es lo concreto
No es aquello ininteligible
Que hace las noches más claras
Y los días más llevaderos

Regresé a mi habitación, sin esperar nada más que volver a caer en algún dulce sueño. Cerré mis ojos y en ese preciso instante una cálida flama me envolvió con sus brazos. Decidí no abrir los ojos y tan solo sentir su silueta sobre mi existencia, y la oscuridad fue bella, y la ceguera fue hermosa, y la soledad era una misma entre dos almas que se acompañan, entre dos seres que entre sí velan. Hoy, ella sigue sobre aquella puerta cada una de mis noches, distante y cercana, a cien años luz, y yo sé que en mi cielo al menos una estrella se esconde.

Compartir